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El Recuadro   

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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Rosa-ae para el Hermano Pascual

 
ERA el cuento triste que la realidad, en escritura automática, inventa cada Nochebuena. Campanilleros de la pena, con la melancolía de sus versos decasílabos. La habitual historia del fuego de la lumbre del hogar transformado en flamígera espada del ángel de la muerte, en el incendio ocasionado por una mesa camilla, en el calorcito envolvente de sus como maternales faldas. La trágica historia de siempre, esta vez con cura. Con sacerdote anciano. Los ángeles contentos del portal de Belén anunciaban sobre el corcho del nacimiento la tristeza en la filacteria del titular: «El fallecido en el incendio de una vivienda en Sevilla producido por un brasero era un sacerdote que pasaba la Navidad con su hermana». La noticia, una de tantas, perdida en el diario, me había pasado inadvertida, hasta que me la destacó Isabel, en la familiar lectura de los periódicos en el desayuno.
Ya se sabe: familia que lee unida los periódicos en el desayuno permanece unida por unos sofocones espantosos, al comprobar cómo están dejando a España estos tíos.
Isabel me leyó los datos del trágico incendio. No decían el nombre del sacerdote muerto. Sí su condición de jesuita. Y su edad: más de 70 años. Y su nación ribereña, de la tierra del Niño de la Huerta, de Gracia Montes y del poeta Juan Cervera Sanchís: de Lora del Río. Y sus iniciales: A.P. Un mundo de recuerdos infantiles de Portaceli se me vino encima, de golpe, como un «Bolheón» del disputado balón de los partidos del recreo:
—Ese va a ser el Hermano Pascual, qué pena...
— ¿Pero tú cómo sabes que es el Hermano Pascual?
— Jesuita, de Lora del Río, mayor de 70 años y con las iniciales A.P. no puede ser desgraciadamente otro que el Hermano Pascual, el que nos enseñó Latín a media Sevilla en Portaceli y a media Málaga en El Palo, el hermano Antonio Pascual Autero, Societatis Jesu.
Siguió Isabel leyendo el periódico, y cuando llegó a las esquelas, allí estaban unos lutos tipográficos y una cruz A.M.D.G. con el pesar de la Compañía de Jesús y el nombre del querido, recordado, humilde, mínimo Hermano Pascual de nuestra infancia. El de las terribles clases de Latín de 1º de Bachillerato, que algunos recuerdan como un infierno y otros evocamos como un paraíso perdido. Con su impoluta sotana, ceñido el talle por el elegante fajín, sus gafas Amor, el humilde Hermano Pascual nos enseñó, quizá sin saberlo, a admirar la cultura clásica grecolatina, baqueteándonos, como él decía, con la declinación del «rosa, rosae» y la conjugación del «amo, amas, amare»: toda la clase de pie, en corro, recitando por turno vocativos, dativos y subjuntivos.
El Hermano Pascual siempre me recordó a otro santo de la Compañía, de su misma condición y grado: al Beato Hermano Gárate, humilde portero de la Universidad de Deusto. Pascual era un Gárate a la andaluza. No había cantado misa; lego en órdenes mayores, mas perpetuo en la fidelidad de sus votos de servicio a la Compañía en los más modestos menesteres: tutor de internos, encargado del autobús escolar, «El Coco», ocasional enfermero. En clase de Latín me distinguió con su cariño: me llamaba El Intelectual, por mis gafitas, y quería que estudiara para diplomático. Luego lo seguí tratando, ya fuera del colegio, casado. Por casa vino muchas veces a almorzar y hasta lo acompañamos Isabel y yo a una clínica de Triana cuando supimos que iba solo a una intervención quirúrgica delicada. Luego, en Granada, en el entierro del Padre Lorenzo Ortiz S.J., mi gran profesor de Literatura, nos recibió en la Facultad de Teología donde era callado y servicial bibliotecario. Se alegraba con mis éxitos literarios como si fueran suyos, porque sabía que todo había empezado cuando me baqueteaba en sus terribles clases de Latín. Yo ahora, querido Hermano Pascual, pongo en la tumba de su memoria una latina «rosa, rosae» de agradecimiento, en nombre de todos sus alumnos o internos de Sevilla, de Cádiz, de Málaga, de Granada. Y lo que son las cosas, querido Hermano Pascual: aquellas terribles llamas del infierno que nos amenazaban en las meditaciones de los Ejercicios de San Ignacio han sido precisamente las que le han llevado a usted directamente, y para siempre. a la mayor gloria de Dios.
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