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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El aroma de Cádiz no se televisa

 
LA frase pueden irla esculpiendo en mármol de Carrara para la exposición sobre el Faraón de Camas que están preparando, porque la pronunció Curro Romero, como tantas sentencias sobre la vida y el toreo como filosofía. Le preguntaban si le gustaba que se televisaran las corridas de toros, y respondió:
—No, porque el aroma no se puede televisar.
Usted ve una corrida de toros por televisión y puede que haya presenciado la lidia y muerte de seis cuatreños, pero ver, ver, lo que se dice ver, y vivir, vivir, lo que se dice vivir una tarde en una plaza, ni lo ha olido, por la tesis de la filosofía currista: porque el aroma no se televisa.
Frase que mi admirado Antonio Martín me ha hecho ver que también debe aplicarse, como todo lo auténtico del Faraón, a otra gran verdad de Andalucía, igual de seria que el toreo, el Carnaval de Cádiz, aunque vaya de gracia y de espejos deformados del humor. Estamos en las largas noches del Carnaval de la televisión, que tantos aficionados esperan, y este año hasta con las tres sesiones de las semifinales enteritas. Aunque soy de los que no tienen miedo al afirmar que el Carnaval, contra lo que muchos creen, no lo inventaron entre Canal Sur, El Selu y El Yuyu, sino que viene nada menos que del Tío de la Tiza, y eso tirando corto, y que la radio le sigue prestando un gran servicio a la fiesta, ello no obsta para que quede aquí hecho en tiempo y forma el elogio por el esfuerzo que hogaño ha hecho la televisión autonómica.
Pero hay ambientes de Carnaval que no se pueden televisar. Por muchas cámaras y muchas cabezas calientes que metan en el teatro, la emoción del comparsista, los nervios del autor, la exaltación del aficionado, la añoranza del viejo corista, hasta la papalina gorda que se coge el tajarina de ambigú es un aroma que no se puede televisar. ¿Quién televisa la guasa cubana de la Habana del gallinero o las lágrimas de emoción del anfiteatro?
Hay un Carnaval del teatro y un Carnaval de la calle. El primero, cada vez más mediático; el segundo, cada vez más botellónico y litrónico, por decirlo con palabras de Agustín el Chimenea, otro que derrochó salinas enteras de ingenio antes que Canal Sur «inventara» el Carnaval. Pero hay otro Carnaval del aroma que es el que ahora mismo evoco, pensando en la emoción con que cada año espero vivirlo. Es el Carnaval de las horas previas al teatro, la agrupación que se está vistiendo y maquillando en el local de ensayo, calentando voces, afinando las guitarras que desafina la humedad del Levante, templando las gargantas con la media limeta de Chiclana, con la tacita de caldo comparsero o con la fórmula mágistral y mágica que inventó el corista Doctor Bartual. Están en el local de ensayo los cabales: las marías, las novias de los componentes, el autor, el letrista. Hay un abuelo que salió con Paco Alba y una abuela que lleva al hijo del cajilla en un cochecapota, para que desde niño se nutra con la lactancia de las esencias del Carnaval. Y nadie mira la hora. Hasta que el director, dos parches de coloretes en la cara, la ropa del disfraz recién hecha, aún sin la condecoración de un chorreón de erizos, da dos palmadas y dice:
—Señores, venga, vamos para el teatro...
Y suena un bombo convocando a la alegría. Y rufa una caja en las desiertas calles de la noche gaditana. Ahí empieza una de las grandes verdades del Carnaval que pocos paladean y cuyo aroma no se puede televisar: el pasacalles. Con distinto ritmo, perfectamente identificable, según sea chirigota o comparsa, la agrupación, bombo y caja, va haciendo tipo por las calles vacías, seguida por una breve corte de parientes y partidarios. Los ven pasar las blancas maderas de los cierros que quizá escucharon los bombazos de la batalla de Trafalgar, que a lo mejor dieron con sus bronces estos cañones de esquina que ahora hacen de guardacantón, cuando la comparsa sale hacia el teatro. Y hay un silencio ritual, antiguo, en el que bombo y caja van marcando el tiempo antiguo del pasacalles hasta la trasera del teatro, con esa sordina del bombo cuando pasa ante la Clínica San Rafael . Paraíso le llaman a su gallinero. ¿Paraíso? ¿Qué mejor paraíso que las desiertas, blancas calles de cierros y torres-miradores con una comparsa que pasa haciendo pasacalles camino del teatro? Ese aroma, Antonio Martín, sí que no lo puede televisar Canal Sur con todas sus muelas, sus muelas, sus muelas...
 
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