ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El esterón y la buganvilla

MÁS que por las calores, más que por las panarras que por la noche rondaban las espadañas, más que por los vencejos del atardecer, más que por los pregones de los jazmines, más que por los puestos de higos chumbos, más que por las carteleras del Alfarería o del Cine San Sebastián colgadas por las esquinas, más que por la Velá de San Juan de la Palma, más que por las cornetas de las Lágrimas de San Pedro, más que por la flama de la siesta, los vecinos de aquel barrio intramuros que dominaba la casa blasonada sabían que iba a llegar el verano porque por toda la balconería de la larga fachada, bajo los terrosos nidos de las golondrinas en el alero de sonoros y bruñidos canalones de hojalata, una corte de criados y jardineros empezaban a colgar los esterones. Los tendrían guardados en algún secreto zaquizamí de la casa palaciega para que en un momento justo fueran como un bando del verano, como el anuncio de la procesión de gloria de los largos días que se iban acercando.

¿Eran nuevos los esterones de cada año? ¿Los fabricaban a medida cada año en la torera espartería de la Alfalfa, para que el verano pudiera debutar sin los caballos de la calor en el sol alto de los balcones de la blasonada casa del palomar y del mirador, del patio con torsos romanos y de los patinillos como cortijeros, con albero y macetas de geranios? ¿O tenían aquellos criados de uniforme, aquellos jardineros de miliciano mono azul de barricada, algún doctoral secreto para mantener tan eternamente nuevo el esparto de los esterones, que a cada anuncio del verano parecía que los estrenaban? Desde la calle se olían. Olían a capacho de almazara, a antiguo pisoplaza sobrio y señorial de los palcos de Semana Santa, a viejas esteras alfombrando mármoles y humedades en las secretas iglesias de los conventos. A cinturón de nazareno de cola. Naturalmente que a ruán. A los esterones de la casa señorial les faltaba el olor a cera, porque parecía que, terminada la estación de penitencia, diez tramos de nazarenos se hubieran quitado sus espartos para que el alfalfeño espartero cosiera con ellos un cinturón penitencial para el verano, que esquivara los rigores cuando en esta ciudad parece que las calderas de Pedro Botero no están en el infierno, sino que en los cielos se hallan, y que el demonio, como es tan travieso, con el rabo tieso derrama sus caldibaches sobre las tejas recalentadas, sobre la calina de la calle, sobre la flama que desprenden las piedras de la Catedral.

Hacía tiempo que no pasaba por la casa de los esterones, siempre como recién estrenados en sus balcones. Una de estas largas tardes el azar me llevó de nuevo por allí, cuando estaba casi anochecido. Y por allí andaban las panarras, rondando la espadaña. Y estaba el frescor de los jazmines adivinados en los patinillos interiores. Y los viejos gritos de los niños, como antiguos, como eternos, jugando en la plazoleta que dominan las armas del blasón de la casa, más señorona que señorial.

Y allí estaban, como acabaditos de colgar, los humildes, los clásicos, los sobrios, los austeros, los penitenciales esterones. El esparto de cinturón de nazareno que llega con El Amor el Domingo de Ramos se queda en los balcones de Sevilla para pelar la pava con sus amores del verano. Y junto a uno de los esterones, el del último balcón, el de la medianera y la anotación de lindes del Registro en las viejas escrituras apergaminadas que un día pasarán de generación con los títulos y ejecutorias, estaba, como siempre, ay, la buganvilla que nadie sabe desde dónde crece, pero que hacia el cielo se alza poderosa y altiva con su tronco de árbol. La buganvilla tenía una color tan nuestra, tan de capote torero de Triana; tan de hábito de capitular de la Catedral; tan de túnica del Valle; tan eminentísima y reverendísimamente cardenalicia, que en su humildad me hizo fijarme en ella. En el tiempo que hacía que no la veía, como los niños, qué estirón ha pegado. Ahora ya rodea completamente al último esterón. La buganvilla abraza su esparto, le da dignidad y hermosura. El esparto del esterón y las flores de la buganvilla se quieren, qué buena pareja hacen. La buganvilla le pone un marco de flores al esparto del esterón. Y los dos componen el mejor cuadro de la verdad de las cosas sencillas de nuestra tierra, en la eterna fugacidad de la permanencia de la belleza de la Vieja Dama.

 

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