ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


En Sevilla, ¿nos conocemos todos?

Hay una frase que pasa por dogma en la sociología parda para el entendimiento de la Muy Difícil y Cobarde Ciudad: «En Sevilla nos conocemos todos». Hasta ahora era normal que la oyeras a una señora de rastrillo y canasta, hablando del novio de la hija de una amiga, que no le gusta nada:

—Esa familia del novio de Macarena... no sé qué decirte.

—¿Pero tú la conoces?

—¿Cómo no la voy a conocer? Si en Sevilla nos conocemos todos...

Esto era lo normal, que oyeras la frase tópica en la Sevilla del Aero o en la Sevilla del Labradores, en la Sevilla del Mercantil o en la Sevilla del Náutico, en la Sevilla del Zaudín o en la Sevilla del Real Club de Golf. Pero el otro día observé que la utilizaba por la tele, en un programa-trifulca del corazón, una de estas pelanduscas que se hacen famosas porque se han acostado con un futbolista, a ser posible del Real Madrid, y que al igual que la del cuplé de Concha Piquer iba de mostrador en mostrador, ellas van de plató en plató. La tal pelandusconcilla era de aquí de Sevilla, que rima y abunda, y discutía en plan corralero con otra de su calaña, también de aquí. Y le decía que su novio sevillano era esto y lo otro. Sofocada, la atacada le replicó:

—¿Y tú cómo lo sabes?

A lo que contestó, con suficiencia:

—Hija, en Sevilla nos conocemos todos.

Yo creía firmemente en la frase hasta el pasado domingo de tiendas abiertas y Sevilla entera echada a la calle, en que tuve que ir a hacer un mandado a Los Arcos. No he visto ni más colas en los aparcamientos para entrar con el coche ni más gente dando barzones por aquella galerías que te hacen sentirte talmente que en un «mall» de Estados Unidos. Por Los Arcos no se podía dar un paso: cochecitos de niño chico, familias enteras, padres comprando los Reyes, pandillas de chavalas con las cejas anilladas todas vestidas iguales, canis a discreción, abuelos con los nietos, gentes de los barrios sentadas en los tresillos rojos de escai distribuidos por todo el centro comercial. Sólo faltaba la caseta de los niños perdidos para que fuese la Feria.

Estuve en Los Arcos, tirando corto, más de una hora. Me lo recorrí de punta a cabo, de la Plaza de la Moda al Hipercor, de la parte de arriba de los cien bocadillos y la espumosa a los clásicos escaparates de Zara. Y estando aquello de bote en bote, y siendo servidor relativamente conocido en esta ciudad, palabrita del Niño Jesús Quintero que no saludé absolutamente a nadie. Porque sencillamente no conocía a nadie. Pero a nadie. Y le comenté a Isabel, entre la bulla con empujones de las escaleras mecánicas:

—¡Los muertos del que dijo que en Sevilla nos conocemos todos!

Pueden hacer la prueba como yo la hice en Los Arcos. Si usted es abonado del 1 en la plaza de los toros, vaya al tendido 12 un día, a ver si en Sevilla nos conocemos todos. No conocerá allí a nadie. Si es de boda en la Caridad, vaya un viernes a darle al ojo a las bodas civiles del Ayuntamiento, a ver si en Sevilla nos conocemos todos. No conocerá allí a nadie. Si es antigua alumna de las Irlandesas, vaya a la cena de una antigua promoción del Instituto Murillo, a ver si en Sevilla nos conocemos todos. No conocerá allí a nadie. Si es abonado de tribuna en Nervión, vaya a un partido donde los Biris, a ver si en Sevilla nos conocemos todos. No conocerá allí a nadie. Es falso que Sevilla tenga 700.000 habitantes. Es una suma de 14 pueblos de 50.000 habitantes, que no es lo mismo. No vivimos en una ciudad de 700.000 habitantes, sino en un pueblo de 50.000, que es nuestro medio de profesión, barrio, clase social, familia, colegio, amigos, aficiones, cofradía. Conocemos a los que forman parte de ese pueblo de 50.000 vecinos, que se yuxtapone a otros tantos, hasta los 700.000. Dentro de ese pequeño entorno sí nos conocemos todos, pero fuera de él no conocemos a nadie. No vivimos en una gran ciudad, sino en un trozo de esa ciudad que, al cambio, es como Écija o como Utrera. Decimos que en Sevilla nos conocemos todos, pero no es así: nos conocemos dentro de cada una de las écijas o de las utreras interiores de Sevilla que, yuxtapuestas, componen esta gran ciudad en la que vivimos y a la que ya no conoce ni la madre que la parió.

 

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