ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Hoy, nieve en Sevilla

Como en un recuerdo de badila y alhucema, la Agencia Estatal de Meteorología ha anunciado para hoy lo que parece el título de una película: «Nieve en Sevilla».

—No, jefe, eso no es el título de una película. Es la maldad que el flamencólogo argentino Anselmo González Climent dijo sobre Antonio Mairena al definir el témpano ecléctico de la frialdad de su cante academicista. En una serie de breves definiciones, al modo de ramonianas greguerías, sobre cante y cantaores que hizo en su libro «Flamencología», puso con las del beri sobre don Antonio Cruz García y sus llaves del cante: «Antonio Mairena, nieve en Sevilla».

Bueno, pues la Agencia de Meteorología, ella de soltera Servicio Meteorológico Nacional, en la que muchos seguimos añorando el humanismo cofradiero sevillano de Marvizón, ha anunciado para hoy el cante antiguo de la nieve, que más que a Antonio Mairena nos evoca a muchos a Antonio Molina o a los fandangos de Antonio el Sevillano por el serrín de las tabernas de hambre y corral.

Ojalá no se equivoquen, y Sevilla se cubra de nieve como bicarbonato haciendo de hielos perpetuos sobre el corcho de la Venera en los nacimientos que estamos desmontando y guardando en los altillos en esta hora de infraoctava de la Epifanía del Señor. Ojalá no se equivoquen y nieve en Sevilla, y se cubra de blanco todo lo gris y pizarroso que han puesto por las llamadas plazas duras del centro. Un buen manto de nieve ocultaría la fealdad de las catenarias del tranvía que no han quitado en la calle San Fernando. Un buen manto de nieve le devolvería su primitivo y cernudiano aspecto a la Plaza del Pan. Un buen manto de nieve ocultaría el colorinche del Puerto Perico de la Alfalfa. Un buen manto de nieve incluso disfrazaría de abetos sin Papá Noel las desaforadas, innecesarias, inútiles y carísimas setas de la Encarnación.

Ojalá no se equivoquen, y cuando esté usted leyendo este artículo esté todo el Parque de color blanco, como si se hubieran extendido sobre sus árboles todas las anticipadas túnicas de los nazarenos de la cofradía del Porvenir, Victoria de la nieve y Paz de su silencio. Ojalá no se equivoquen y cuando esté usted leyendo este artículo los colores tradicionales de Sevilla, la calamocha, la almagra, el rojo sangre de las puertas de la plaza de los toros, se hayan vuelto de un blanco inmaculado, como si la ciudad estuviera haciendo la primera comunión con su memoria y tomando el blanco pan de los ángeles que velan por ella.

Ojalá sea así, ojalá nieve. Entre otras cosas, para que los niños viejorros de Sevilla que la noche de la Candelaria de 1954 jugamos con la nieve en la Plaza Nueva podamos, con los blancos copos, borrar aquellos recuerdos y escribir recuerdos nuevos sobre ese folio impoluto, en el palimpsesto de la ciudad. Nieve o no nieve hoy, a nosotros, los de entonces, que seguimos siendo los mismos porque lo vimos y lo recordamos, que nos quiten lo nevado.

Eran las 9 de la noche del 2 de febrero. Habíamos ido a Villasís, ya cerrado como colegio, que funcionaba como dormitorio de internos y salón de actos de Portaceli. Había habido sesión de cine, quizá como víspera de las Fiestas Rectorales. Cuando salimos a la calle, con un frío de muerte sobre nuestros pantaloncitos cortos, nevaba. Yo, como muchos de mi generación, como centenares de condiscípulos de Portaceli, he atravesado Sevilla nevando, de Villasís a la Catedral. Yo, luego, como todos los niños, he ido a la Plaza Nueva, con la familia de Trini Mesa, la primera mujer de Luis Uruñuela, y me he encontrado allí al escultor Juan Lafita con su trenca y su barbita parisina haciendo un picassiano muñeco de nieve. Yo he visto llegar los tranvías de techo blanco. Yo me he ido a dormir con la impaciencia infantil de una noche en que los Reyes le habían echado a Sevilla la nieve. Y yo me he despertado a las claras del día y me han dejado hacer rabona para que mi tía María me lleve al Cristina y al Patio de los Naranjos, para ver nevada la ciudad querida, ahora evocada con aquellos tiritones de alhucema y badila. Y a la puerta de casa, yo he echado una guerrea a bolazos de nieve con Pepito Redondo Lázaro, el nieto de don Pascual Lázaro el librero, nuestro vecino. Que nos quiten lo nevado. Pero que no nos lo quiten en la memoria, y que se repita hoy el mágico regalo atrasado de Reyes. Ojalá Melchor, Gaspar y Baltasar le echen hoy a Sevilla, como por la Candelaria de 1954, una nevada.

 

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