ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


¡Árbitro, tu madre!

Deberíamos aprovechar la collada de la polvareda de albero levantada por la medalla de Bellas Artes del bisnieto del Niño de la Palma para defender que no sólo los toros son Fiesta Nacional. Quizá la verdadera y actual Fiesta Nacional sea el fútbol. Las enconadas discusiones entre riveristas y tomasistas nos han hecho ver que apenas existen ya las dos Españas de Joselito y Belmonte, de Manolete y Arruza. En los toros ya no hay partidarios que se partan la cara defendiendo a su ídolo. Ahora los duales irreconciliables están entre merengues y colchoneros, pepinos y palanganas. Y los usos raciales de los toros han pasado en gran parte al fútbol, sobre todo a esos campos de Dios de la regional y la local.

Si Joaquín Turina viviera, en vez de «La oración del torero» compondría una pieza de concierto que se llamase «La oración de la madre del árbitro». ¿Valor para ser torero? Tal como están las cosas y de manejable la cabaña brava, para ser torero basta un mínimo de valor. Donde hay que derrochar valentía, de laureada de San Fernando, es para arbitrar un partido de fútbol por esos pueblos. Si las corridas las presiden funcionarios de Policía, tal como se está poniendo la violencia por esos campos, los partidos de fútbol de las categorías inferiores los deberían arbitrar no digo ya policías: guardias civiles de los Grupos Rurales de Seguridad, pero con casco y todo.

Pienso todo esto cuando abro la carta que me escribe la madre de un árbitro. Ah, la madre del árbitro... ¡Árbitro, tu madre! El personaje del que más se acuerdan los espectadores de los partidos. El más ofendido en la nueva Fiesta Nacional. Las madres de los árbitros sufren como las de los toreros. Al niño torero lo puede coger un toro; al niño árbitro le puede abrir la cabeza un energúmeno de un botellazo y dejarlo en el sitio. ¿Deporte de riesgo la Fórmula 1? Para deporte de riesgo, el fútbol, especialmente para los árbitros de fútbol-base, que yo creo que lo llaman así porque es a base de violencia, patadón y leñazo por esos campos de tierra o de césped artificial.

Cuando los chavales salen de casa para arbitrar el partido de la semana, las madres los despiden como si partieran a la guerra. Primero viene el miedo del desplazamiento, al accidente por esas carreteras provinciales y comarcales, hasta sabe Dios qué pueblo. Y luego, la intranquilidad de que el niño está allí entre dos fuegos ante aquella partida de energúmenos. Y toda la mañana o toda la tarde mirando el reloj, calculando si ya ha terminado el partido, con el alma en un puño hasta que suena el teléfono:

—Mamá, tranquila, que el partido ha terminado ya y no ha pasado nada.

Hasta que suena ese teléfono, las madres de los árbitros sufren como las de los toreros. Muchas pondrán también capillitas de estampas y velas. Reza que te reza hasta que respiran al saber que el partido ha acabado sin incidentes. Pasan miedo porque saben que todos los domingos hay árbitros lesionados por esos pueblos y barrios, que en muchos partidos se forman broncas provocadas la mayoría de las veces por los padres de los jugadores que alientan desde las gradas las agresiones y los insultos. Bárbaros que nunca se han parado a pensar que los chavales que arbitran tienen las mismas ilusiones que sus hijos futbolistas: llegar a Primera División. Si fueran toreros sólo se enfrentarían al toro. Pero tienen enfrente a la chusma que rodea al fútbol, solos, en campos donde no hay casi nunca protección policial. En los toros sobra tanta policía en el callejón. En el fútbol modesto es donde hace falta. Que yo sepa, a ningún presidente taurino le han abierto la cabeza por haber negado una oreja y todas las semanas tenemos un árbitro descalabrado. O dos.

 

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