De entrada, una duda verbal. ¿Cómo se debe decir? ¿Me he montado en el Metro o me he subido al Metro?

—Hijo, lo dice usted como quien se monta en los cacharritos de la Calle Linfierno. ¿De verdad que se ha montado usted en el Metro o es una guasa de las suyas?

Me he subido y me he montado en el Metro en pruebas. Y en Metro he recorrido todo su trayecto, desde la estación de Cocheras, al final de Hytasa, hasta Ciudad Expo. Ida y vuelta, bajándome en las estaciones de San Bernardo y de San Juan Bajo.

—¿Y qué le ha parecido el Metro?

Pues como-de-por-ahí. Es el mejor elogio que puedo hacerle. Y no es que yo tenga mal concepto de Sevilla. Es que he sacado muy buena impresión del Metro, prácticamente listo. Una maravilla. Todo es perfección grisácea y verde, el color corporativo. El Metro no es apto para sevillistas. O será este verde compensación de que una estación se llame Nervión. Cuando entras en el Metro te parece que estás en el extranjero o en el futuro. Todo automatizado, desde las máquinas de cargar tu dinero en el billete electrónico a los tornos o a las cristaleras automáticas de seguridad en los andenes. Pero la megafonía del vagón te devuelve a Sevilla cuando anuncia:

—Din, don: próxima estación, San Bernardo.

Las tripas del Metro, sus túneles, como su propia Historia, tienen edades. Hay túneles de la Edad Antigua, de vía doble, que son los primitivos de los años 80, los del Metro que se abandonó. Y túneles de la Edad Contemporánea, como el Tubo primitivo londinense, como un largo cilindro de una sola dirección, excavado por la tuneladora famosa.

—¿Y no da miedo?

Ninguno. En materia de valor no soy precisamente Diego Puerta, y les juro que no pasé el menor canguelo cuando del quiosco de la Puerta Jerez a la Plaza de Cuba los vagones pasaban bajo la leña del río. El personal te da confianza. En el Metro hay un equipo de gente muy joven que desmiente muchos tópicos sobre nuestras capacidades. La chavala que llevaba el tren en que me monté tenía ya acumuladas 600 horas de conducción. Y ahí en ese trayecto completamente subterráneo es cuando te crees que no estás en Sevilla, sino en el BART de San Francisco por lo menos. Hasta que en Blas Infante vuelves a salir a la superficie. No creo que haya en el globo terráqueo un tramo de Metro de superficie tan hermoso como el nuestro cuando enfila la cornisa del Aljarafe por las orillas del río de Sevilla, cruzándolo, como en un verso de Lope de Vega. Para salir a la deliciosa estación de San Juan Bajo, al pie mismo del Monumento, junto a los naranjales. La única estación de Metro del mundo entero que trasmina a azahar y tiene atardeceres que piden poetas y enamorados.

Le tenía mis aprensiones al Metro. Todas y unas cuantas más. Le tenía jindama a montarme. Tela. Pero este subirme a sus cacharritos, que no tienen nada de coches locos, me las ha quitado. ¿Sabe usted lo que piensa uno cuando se baja del Metro? Pues que es una pena que Sevilla perdiese el primitivo Metro por el centro y lo enterraran; que no llegue al Duque; que llevemos lustros de retraso. Y que es un contradiós que sólo tengamos la Línea 1. A ver si cantan línea pronto y continuamos para bingo con las que faltan. Porque con lo noveleros que somos, en el Metro se producirá el Efecto Expo 92: los sevillanos, ahora reticentes y temerosos, van a quedar tan encantados que no harán más que subirse y bajarse en los cacharritos y calesitas de esta Calle Linfierno que da gloria. Es lo único que eché en falta en el Metro: la bulla de los sevillanos humanizándolo, los anuncios de jamones Badía por las paredes y una muchacha teniendo cuidado de que no se le enganchen los volantes de su traje de flamenca al bajarse en la estación del Parque de los Príncipes, camino de la Feria.