ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Teresa, la hermana de Alberto

No mata la muerte, mata el olvido. A Alberto Jiménez Becerril nunca lo asesinó la ETA aquella madrugada de enero, al pie de los muros de almagra y humedad del Palacio Arzobispal de Sevilla, cuando volvía a su casa con Ascensión, su mujer. Alberto y Ascen llevaban unas flores en la mano, que quedaron sobre los adoquines de la calle Don Remondo, junto a su sangre. Fueron las primeras flores que quedaron depositadas en memoria de quien había dado su vida por todo lo que los asesinos separatistas nos niegan, como la libertad y la democracia. Como la risa y la alegría. ¿Han visto ustedes qué tíos más tristes los pistoleros de la ETA, más siesos manidos que todo el entorno de esa partida de malhechores? Dicen que el hombre es el único animal que ríe, «homo ridens». Por eso los etarras no se ríen, porque no son humanos.

Una de aquellas flores que Alberto Jiménez Becerril llevaba en la mano la tomó, yo creo que aquella misma noche, su hermana Teresa. Conozco a Teresa hace muchos años. Desde que una tarde de verano, como un inquieto viento de poniente, enamorando redactores, llegó de becaria a ABC de Sevilla. Le perdí luego la pista. Sabía que se casó con un italiano, y que andaba por la Lombardía o algo así. Hasta el día en que mataron, bueno, mataron, le quitaron la vida a su hermano Alberto, el concejal del Ayuntamiento de Sevilla. Porque desde ese mismo día, Teresa no se dedicó a otra cosa que a mantener viva la memoria de Alberto, la dignidad de la causa por la que su hermano Alberto encontró la muerte, que no el olvido.

Pienso ahora en otras víctimas de la ETA, también queridas, también cercanas, sobre las que terriblemente se ha cebado la muerte. Matizo: las muertes. Sobre la muerte del tiro en la nuca, la segunda muerte del olvido. Estas víctimas de la ETA, sí, tienen familia. Pero como si no la tuvieran. Tienen hijos. Conozco a esos hijos. Ni siquiera encargan un funeral por el alma de su padre cuando se cumple el cabo de año de su asesinato. Tienen que ser compañeros de trabajo los que le pidan a un cura que le diga una misa, que durante unas horas se levante temporalmente la segunda losa del frío mármol del olvido. Pero los hijos no mueven un dedo. Dicen que les da miedo. ¿Miedo os da, de que el olvido mate nuevamente a vuestro padre? Muchas veces, en este artículo, pongo su nombre, porque le tenía ley y porque no merece que su vida haya sido completamente borrada y olvidada su muerte. Ustedes habrán leído muchas veces aquí ese nombre. Bueno, pues todavía estoy por recibir una sola palabra de agradecimiento de los hijos de aquel español que cometió el terrible error de dar la vida por su Patria, a la que servía, a manos de la ETA.

Teresa Jiménez Becerril es justo la otra cara de esta moneda. Desde aquel día de enero se entregó a mantener viva la memoria de su hermano y, con ella, la de todas las víctimas de la ETA. Teresa le puso a la Libertad el nombre de Alberto y comenzó a servirla. Le he leído textos impresionantes. Le he oído discursos de pellizco, de tirón. Participó como oradora en alguna campaña, no recuerdo ahora si electoral o de defensa de las víctimas de la ETA. Cuando la oían discursear, muchos decían:

—Esta mujer es la que debía ir en las listas.

Menos mal que la realidad imita al arte de la perpetuación de la memoria en las palabras y en los hechos de Teresa Jiménez Becerril, y que va en las listas, y de salir. Con Teresa de diputada en Europa sabremos que las víctimas de la ETA nunca serán olvidadas, que en sus palabras bienes escasos en algunos lugares de España como la libertad y la democracia cobrarán toda su grandeza. Le puso a la Libertad el nombre de su hermano Alberto. Lo mató la muerte, pero no el olvido. Teresa ha sido la vestal que ha cuidado la llama de su memoria en el templo de las libertades.

 

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