ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Aquel Rocío "sin"

Perdonen si les meto en una tienda de antigüedades, ahora que nos falta Lola Ortega, pero sin saber cómo, en la mañana abierta de las jacarandas, se me ha entrado por el escritorio, desde la calle, el sonido de una flauta rociera. ¿Es el equipo de música de un vecino que se está ambientando para coger carretera y largarse al Rocío antes de que empiece la presentación de las hermandades? ¿O es el rumano de acordeón que ha aprendido a tocar la gaita marismeña?

Mientras empiezo a teclear esta hoja en blanco suena una flauta sin tamboril, silbo de la romería, Scarlatti según Almonte, y me vienen a la memoria aquellos viejos Rocíos que acerté a conocer de muchacho y que ahora se cuentan y no se creen. Pienso en la actual aldea, en las condiciones del camino, en las comodidades de las casas y compruebo que en ningún sitio como en el Rocío puede comprobarse cómo ha mejorado la vida en tan poquísimo tiempo. Desde este punto de vista de las fatiguitas y las penalidades, en materia de Rocío cualquier tiempo pasado no fue mejor: fue un horror. Con su encanto, con el lirismo de la nostalgia, con el prestigio del sepia de las fotos, sí, pero un horror.

El que evoco era el Rocío «sin»: sin carretera, sin agua corriente, sin alcantarillado, sin luz eléctrica, sin teléfono. Marisma pura, tal como Dios la creó en honor de su Madre de las Rocinas. Y del camino, ni te cuento. El máximo lujo era la batea del remolque de un tractor. Nada de ese «caravaning» rociero de los remolques en los que no falta de ná, apartamentos de lujo con su aire acondicionado, su ducha, su váter químico, su cocina de gas y su televisor para ver el Barcelona-Manchester. Cualquier remolque de literas lleva ahora muchas más comodidades de las que pudiera tener entonces en el Rocío la mejor de las casas, ¿qué digo yo?, la de la Infanta Isabel Alfonsa. Yo que estuve allí, porque mis padres eran muy rocieros y alquilaban casa, puedo evocar las romerías donde no había más luz que los carburos oliendo a perros muertos. Petromases o baterías de coche en todo caso tenían los más afortunados, una luz más triste que un quinqué. Y de agua, pozo y palangana. El que tuviera pozo. Un lavoteo en el corral, con la palangana encima de una silla de enea era el máximo lujerío en materia de aseo, ay, frente a este Rocío actual de tres duchas diarias. Y de cuarto de baño, ni mijita, nada de red de alcantarillado. De retrete, un acotado en el patio con un agujero, o el ancho campo de las traseras de las casas y, ¡hala!, en cuclillas. Y de teléfono, nada, ni avisos de conferencia. No había teléfono ni en el cuartel de la Guardia Civil.

Y en cuanto a carretera, pues los arenales de los caminos que ahora recorre la Hermandad Matriz para llegar al Rocío. Mucho camión y muy poco coche. Y los coches que se atrevían, atascados en la arena hasta que los sacaban del atolladero con un tractor...o una yunta de bueyes. El Land Rover era un lujo sólo al alcance de algunos romeros de Jerez.

¿Que en qué siglo ocurría todo esto? Pues en pleno siglo XX. Estos Rocíos «sin» que evoco eran de los primeros años 60 del siglo XX. No hace tanto. No era el Rocío del millón, sino el Rocío de muy poquita gente. La que tenía que haber. Allí nadie iba a pintar la mona ni a que los sacaran retratados. He visto que en el Rocío hay ahora mucho bronce de monumento. Alguno debería recordar aquel Rocío «sin». O rendir homenaje a los avances que permitieron la universalización de la romería: la carretera, el Seiscientos, la luz eléctrica, el agua corriente, el alcantarillado y el teléfono. Para desmentir lo de los Hermanos Reyes: «El que quiera ir al Rocío/que vaya por las arenas,/no vaya a ser tan malage/de ir por la carretera». ¡Pues anda que no llegaron comodidades al Rocío cuando los malages empezaron a ir por la carretera!

 

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