Sin que esto salga del Arenal, y sin que se pitorreen ustedes de mí como abuelete que necesita un babero tamaño XL, sepan que tengo una nieta que se llama como la madre de la Macarena, Ana, en la que tengo puestas todas mis sevillanas complacencias. Pues aunque es hija de alemana, nació en Zurich y ahora vive en el extrarradio de Madrid, Ana Burgos Hornemann ha heredado, con el celeste de sus grandes ojos, todo el RH de sevillanía de su bisabuelo Antonio Burgos Carmona el alfayate. Es como lo de Arzalluz, pero en clase de tener a Sevilla como el paraíso de los nazarenos que dan cera y caramelos, de las calesitas de la Callelinfierno, de los calentitos del Postigo o de las palmeras, que Ana identifica con la tierra meridional soñada, que a sus cuatro años me está enseñando a redescubrir cada vez que viene a pasar unos días con nosotros y la llevo a las sillas de la carrera oficial, a ver bailar a los seises o a que se le vaya haciendo el oído al repique de la Giralda.

El abuelo le ha enseñado a Ana a conocer a San Fernando, que es el nombre de su padre. Ana ha visto al Santo Rey en su urna de la Capilla Real o en su imagen del manto de armiño, la bola del mundo y la espada. Y, sobre todo, en sus esculturas ecuestres: el San Fernando matamoros que cabalga por el remate de la reja de la Capilla Real o el San Fernando que le ha dicho «soooo» a su desgarbado caballo y se ha parado en el monumento de la Plaza Nueva. Para Ana, San Fernando es un santo de Sevilla que se llama como papi y que siempre va a caballo.

Ana sabe también qué es la plaza de los toros, y la examino de sus sevillanos saberes cada vez que pasamos por allí en el coche. Así hice la otra tarde, que volvíamos de que disfrutara en Isla Mágica con los cacharritos de los toneles de los piratas, el caimán bailón y la rana saltarina. Veníamos por el Paseo Colón hacia Las Delicias, y al llegar a la plaza de los toros, se la señalé a Ana para que se le cayera la baba a su abuela Isabel con lo que nuestra nieta sabe de Sevilla. Le mostré la plaza, y le pregunté:

—Ana, y eso, ¿qué es?

Esperábamos que nos dijera «¡la plaza los toros!», porque anda que la niña dice las cosas de Sevilla en alemán... antié por la mañana. Pero como veníamos desde El Barranco hacia La Palmera y lo que aparecía en primer término ante sus infantiles ojos celestes era el enorme y desgarbado caballo de bronce del monumento a la Condesa de Barcelona, la gracia de mi sevillanita de Zurich saltó de un modo que aún estamos tirados de risa. Porque Ana señaló el monumento de la madre del Rey y exclamó, como si lo conociera de toda la vida:

—¡Ese es San Fernando de flamenco, que va a la Feria!

Oooooooooole. Está visto que los niños y los locos dicen la verdad.

La próxima vez que venga a su paraíso sevillano tengo que llevar a mi nieta Ana a la Alameda. Para presentarle a los Hércules y para escuchar qué me dice, con el RH de la gracia sevillana que heredó de su bisabuelo el alfayate, acerca de la bulla de monumentos que han colocado allí, con La Niña de los Peines, Chicuelo y Manolo Caracol todos juntitos, hombro con hombro, como una Delantera Stuka del arte. A reserva de lo que diga mi nieta Ana, creo que los han puesto a los tres como si estuvieran en la cola esperando el autobús, con lo grande que es la Alameda. Con los pedestales más ridículos del mundo. O faltan pedestales o sobra bronce. O será para concentrar y tener controlados los riesgos de la pandemia de Monumentitis Tipo A que padece Sevilla, como el peligroso Brote Lladró del Paseo Colón, donde mi nieta encontró a San Fernando vestido de corto. Cuando vuelva Ana ya les contaré qué ha hallado en el chocante brote de Monumentitis Tipo A de la Alameda.