ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La casa de Luisa Infante

El padre de la patria andaluza existe gracias a sus hijas. Que no son las ocho provincias de la región. Las hijas de las que hablo son María de los Ángeles y Luisa Infante. Si no llega a ser por ellas, Blas Infante no habría sido nunca padre de la patria andaluza, sino en el mejor de los casos el oscuro autor de «El ideal andaluz» y más que probablemente un notario rarito que mataron cuando la guerra. Seguro que si no llega a ser por María y Luisa, probablemente no se hubiera sabido ni en qué bando de la guerra murió Infante.

Luisa y María, María y Luisa, tanto monta, hicieron tras la restauración de la Monarquía una labor fundamental: rescataron la figura de su padre del secuestro en que lo tenían los luego llamados andalucistas históricos, unos vejetes pesadísimos que cuando ibas a preguntarles por Infante, por el ideal andaluz, por la historia del regionalismo y por el Estatuto te pegaban un rollazo impresionante sobre el georgismo y la renta enfitéutica, que explicaban en el coñazo de sus cartas marruecas. Para ellos Infante era Henry George con caireles de la Andalucía negra.

Más que hijas del padre de la patria, Luisa y María Infante son hijas de Blas Infante Pérez. Pero, sobre todo, son madres del simbolismo y del mito de su figura histórica y política. Por así decirlo, son las madres, las madres de mayo del padre de la patria. Ellas fueron las que con paciencia, con tenacidad, sin desmayo, fueron arrojando luz sobre la oscurecida figura de Blas Infante, sobre su obra, sobre las circunstancias de su muerte. En el momento justo y en el sitio exacto, en la Andalucía que sentía el agravio comparativo de otras regiones de España y se tentaba la ropa de su propia autonomía, queriendo encontrarse a sí misma. Luisa como vestal del templo del andalucismo en «Villa Alegría», su casa de La Puebla del Río, y María de los Ángeles en contacto con los escritores, los artistas, los políticos, la sociedad civil, las dos consiguieron que Andalucía reconociera la paternidad política del hombre que les había dado la vida y que las dejó tan huérfanas tras su muerte, cuando la gente en esta Sevilla cobardona se cambiaba de acera para no tener que saludar a su viuda, a Angustias García Parias.

Luisa Infante ha muerto. Ya no escucharemos más el radicalismo magnífico de su pensamiento y la gracia por arrobas de su manera de contar las cosas, con su cerrada habla marismeña. María de los Ángeles no quiso ver a su hermana muerta. Quiere recordarla siempre con la viveza de su férrea voluntad de llamar a las cosas por su nombre y de la total entrega a la memoria de su padre. A mí me ha pasado con Luisa Infante como a María con su hermana, pero en materia de su casa de La Puebla del Río, de «Villa Alegría», del chalecito moruno que labró Infante cuando llegó de notario a Coria. No he querido volver nunca más a aquella casa del azulejo con el escudo de Andalucía, de la sagrada bandera, del rosal de Seisdedos, de la partitura del himno en el libro de Casés Carbó, del piano donde el maestro Castillo tocó por vez primera el «Andaluces, levantaos». No he querido volver más a aquella casa de yeserías y arabescos, del mural con la leyenda de la Peña de los Enamorados, de la cancelita por donde señalaba Luisa que el sargento Crespo se llevó a su padre un día de agosto que marcó para siempre el dolor del dietario de Doña Angustias, que Luisa conservaba como una biblia de fidelidades. No he querido volver por aquella casa, convertida en museo de la autonomía. La prefiero recordar vivida y mantenida por una Luisa Infante que enceraba hasta el lavadero y sacaba de brillo hasta al Hércules del escudo. Sin Luisa Infante guardando la memoria de su padre en aquella casa en los duros años oscuros, quizá hoy no habría ni autonomía. Así que no digo ya museo. Ha muerto la vestal del templo de «Villa Alegría». Qué pena.

 

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