ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El último betunero

Cuando la manifestación contra los empresarios organizada por los sindicalistas nominados (esto es, estabulados en la nómina de sus organizaciones, donde son liberados de recebo), Félix Madero hizo la foto histórica de uno de aquellos gachós limpiándose con un arrodillado betunero, en plan Javier Arenas en el Hotel Palace, sólo que el tío llevaba al hombro la bandera de sus reivindicaciones, que como estamos en Carnaval habrá que cambiar de letra al modo de la Chirigota de los Artistas con el Himno del Centenario sevillista y la calva de Monchi, de manera que donde decía «¡A las barricadas!» habrá que poner «¡A las mariscadas!»...

—Ojú, qué párrafo más largo le ha salido, jefe: 104 palabras...

¿Pero se entiende, no? Es lo bueno que tiene haber estudiado Latín desde 1º de Bachillerato a 4º de carrera, y sin Chuletas cum Laude del rector Luque. Se aprende a dominar las oraciones principales y las subordinadas, y el lector no se pierde. El que me pierdo soy yo, que venía diciendo que cuando la foto del caradura sindical me preguntaba: ¿dónde has encontrado el betunero, hijo? En Sevilla no hay nada más difícil que encontrar un betunero. Se ha impuesto la creencia de que la de betunero es una profesión infamante, degradante para la dignidad humana. Vender pañuelos en los semáforos; limpiar parabrisas de coches aunque no quieran sus conductores; buscar aparcamientos a los que lo han de menester, no son profesiones indignantes, no. Como para las señoras de etnia gitana (vamos, las gitanas, joé) tampoco es indignante el asalto a los transeúntes en torno de la Catedral ramita de romero en mano. No, lo indignante es ser betunero. Con el paro que hay, con las necesidades que existen en las familias, a nadie se le ocurre el I+D+I de toda la vida de coger una caja de betunero, un juego de latas de crema Tractor, un bote de dandy, dos cepillos y dos naipes viejos para preservar calcetines, y echarse a la calle a ganarse un dignísimo jornal como limpia. Cerraron los salones de betunería tan nobles y señoriales que había en la calle Sierpes, como Biedma o Carmona. Desaparecieron los betuneros estables, uniformados, que existían en todo tipo de establecimientos. A mi barbero Franco, para su museíllo, le regalé una placa de betunero oficial uniformado que compré en el Jueves y que pone: «Peluquería Bors-Limpiabotas».

Encontrar un betunero en Sevilla es más difícil que hallar en el Ayuntamiento a uno de Izquierda Unida sin coche oficial. Por eso agradezco la comunicación de un lector que a raíz de aquel artículo me da hecho el presente. Me dice: «El único y mejor betunero profesional de Sevilla asienta sus reales en la Bodega Mestre junto a la puerta falsa de la Capillita San José (la que quemaron los rojos), desde bien tempranito y hasta las 14,30 horas. Por las tardes no va porque tiene clientela fija. Atiende por Manuel, es natural de Marchena, medio gitano, hombre callado, discreto y cabal, antiguo costalero de los años 80 del bueno de Manolo Torres (el de La Lanzada y las Cigarreras de aquella época). Usa crema de la buena; el dandy es de fabricación propia, heredado de los saberes de su padre, que ejerció el mismo digno oficio enfrente del Mercantil; y sus cepillos son de los grandes y güenos, de los que se compran en guarnicionería. El único inconveniente que tiene es que sus clientes (directores de banco, profesionales libres, corredores, algún abogado) hacemos cola y a veces tienes que coger la vez y mientras irte a hacer mandaos. Dígale usted que va de mi parte: de José Luis el costalero de La Amargura. Verá cómo le atiende de bien.» Ea, pues a hacer rico a Manuel se ha dicho. Para Manuel el betunero de la Bodega Mestre sí que no hay ni paro ni crisis. Como no lo habría para esos inexistentes betuneros que no se encuentran en esta limpísima Sevilla que no tiene más remedio que destrozar la piel de sus zapatos a base de cánfor.

 

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