ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


No nos arriamos por Pilar Bardem

Una generación de sevillanos recuerda perfectamente aquel gris noviembre de 1961, con las barcas de la Plaza de España salvando arriados en La Calzada, con los remeros del Club Náutico atravesando La Alameda en sus piraguas y con los hermanos Erausquin llevando pan y comida a quienes no podían salir de sus casas inundadas y evacuando enfermos con una flotilla de camiones que movilizaron. Recuerda aquella triste ciudad chorreando lodo, que luego, cuando Boby Deglané venía con su caravana, hoy diríamos humanitaria, a traer auxilios desde Madrid, sufrió encima la tragedia de la Operación Clavel, al estrellarse una avioneta que hacía fotos para la revista «La Actualidad Española» sobre la multitud novelera que esperaba en la autopista de San Pablo.

Y dentro de esa generación de sevillanos, algunos hasta recordamos otras inundaciones anteriores, como si fuera la «Historia crítica de las riadas de Sevilla», la obra monumental de Francisco de Borja Palomo, a la que cada invierno había que añadir una inundación. Tengo perfecta memoria infantil de una riada en la que llegó hasta el Arenal el agua del Guadalquivir salido de madre. Mi tía María me llevó a la riada como quien coge de la mano a un niño para ir a ver las cofradías. Contaban que el río, en su crecida, había puesto sobre el Paseo Colón a los barcos atracados en el muelle. No pudimos llegar. Al pasar el Arco del Postigo vimos que el agua inundaba la calle Dos de Mayo. Tiramos entonces por Tomás de Ybarra, para haber salido por la calle Santander. Tampoco pudimos seguir. Delante de la Casa de la Moneda y del Coliseo España se extendía una inmensa laguna. Dos soldados a caballo avanzaban por las aguas, quizá camino del cuartel de la Maestranza de Artillería. El agua llegaba a las rodillas de los jinetes. Y venía tras ellos un regimental carro de mulas, al que le llegaba el agua hasta los ejes de las ruedas.

El recuerdo de las riadas, de «El río se entró en Sevilla», como se llamaba aquella obra teatral de Pemán en 1963, es, por fortuna, memoria de la ciudad. Apéndices sentimentales del libro de Palomo. Sevilla ya no se arría. Ya no se ponen por las esquinas azulejos con la raya del «Hasta aquí llegó el agua» el día tal de tal año. Ya no hay soldados poniendo sacos terreros para tratar de detener las crecidas. Hace ya casi cuarenta años, desde 1972, que Sevilla no se arría, gracias al perfecto sistema de prevención de inundaciones que hizo el régimen de Franco (sí, he dicho Franco, ¿pasa algo?), con la desviación del Guadalquivir por la Corta de la Cartuja, con el muro de contención, con la canalización del Guadaira, con la domesticación del salvaje Tamarguillo, causante de la última gran riada de 1961.

Pero esta memoria histórica, como decía ayer Javier Rubio, no se puede recordar, porque es facha. Alegrarse de que Sevilla no se haya arriado como Lora y Tocina es facha. Es facha decir que Sevilla no se arría gracias a las obras públicas que se hicieron en el último tramo del franquismo. La dictadura era todo lo oprobiosa que entonces algunos nos atrevíamos a decir que era. Los mismos que ahora somos fachas si reconocemos que el «Una, Grande y Libre» nos dejó una Sevilla grande y libre de riadas... y los terrenos de La Cartuja para la Expo. Insisto que recordar todo esto es facha. Lo progresista es decir que Sevilla no se arría gracias a la Agencia Andaluza del Agua, que sí es de los nuestros. Hay que borrar aquella parte de la Historia. Bueno, pues si hay que borrarla, de momento tenemos que dinamitar todas esas obras hidráulicas que libraron a Sevilla de las inundaciones, y volver a La Campana arriada. Sevilla es tan desagradecida que ni sabemos los nombres de aquellos políticos y técnicos que nos libraron de las riadas. Habría que recordarlos, como trato de hacer aquí e invito a los que sepan sus nombres que los manden a Cartas al Director. Porque, si no, van a hacernos creer que Sevilla no se arría gracias a Pilar Bardem, y que por eso le han puesto una calle.
 

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