ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Historia de una finca con Pepín

En la Escuela de Agrónomos de Córdoba y en el campo andaluz, del trigo duro a los espárragos blancos, se escribe «Ingeniero José Cabrera Padilla». Pero como eso suena a nombre de calle en un poblado de colonización de por ahí por la parte del Viar, se pronuncia Pepín Cabrera. O Pepín a secas. Como Sevilla ha dejado de ser una ciudad agrícola y la de todos una civilización agraria, yo, la verdad, no había escuchado hablar de Pepín Cabrera hasta que por su aportación al campo andaluz ABC le dio el premio «Simón de Rojas Clemente» que patrocina la Caja Rural. Y gracias a que asistí al muy campero acto de entrega (donde sólo faltaba que a la puerta de la Casa de ABC estuviera amarrado el caballo legendario con el que Poli Maza iba a la Alcaldía de Morón), pude comprobar que a pesar de la PAC sigue existiendo ese mundo nutricio de la tierra andaluza, del que hicieron literatura Fernando Villalón, Manuel Halcón, Mario López, Muñoz Rojas, Toto León o los Hermanos Cuevas. La clave me la dio el presidente de la Caja Rural, José Luis García Palacios, al citar en su discurso a José y Jesús de las Cuevas. Porque más que una entrega de premio fue la «Historia de una finca», como el título de la gran novela de los Cuevas. La finca es «La Reina» y fue ciertamente la reina de todo el acto. «La Reina» es una finca modelo de Fernando Solís Atienza, el difunto marqués de la Motilla, por la parte de Córdoba. La transformación de «La Reina» desde su puesta en regadío a las exportaciones a Europa fue en el acto el símbolo de la gran obra de Pepín Cabrera.

La mejor historia de esta finca la hizo el propio Pepín en su discurso, que leyó su hija María Eugenia. ¡Qué grandeza tiene la gente del campo! Las palabras hasta olían a tierra mojada por vez primera por aquellas tuberías del regadío de «La Reina» colocadas en zanjas cavadas a pico y pala y llevadas por cien borricos que aportaron los recueros. Igual que los Cuevas describen cuando llegó la primera cosechadora, Pepín evocó cuando llevó a «La Reina» el primer ordenador IBM: «cerebro electrónico» era su mote. Y García Palacios, cuando tras haberse encontrado, como entonces era costumbre, en el avión de Madrid, con Eduardo León, y éste lo convidó a almorzar en el Club 31 de la calle Alcalá y le presentó allí a Fernando Solís, le dijo: «Fernando lleva el campo por ordenador». El que siglos antes del ordenador amarrado con tomiza en la amotillo de Manaute le llevaba el campo a Motilla con un cerebro electrónico era Pepín. Que evocó ese mundo del esfuerzo, de la innovación, de la superación, sin perder el norte de las grandes verdades del campo, tan lejos de los tópicos demagógicos del latifundio andaluz. Fue emocionante cómo Pepín, al recibir el premio, se acordó hasta de los encargados, hasta de «Rafaelillo el Gorrión, que en paz descanse». Y cuando dijo que nada habría sido posible sin Fernando Solís, lo mentó varias veces como «mi señorito». Óle. Qué gran señor tenía Pepín de señorito. Y luego, como un homenaje al Pemán de Jerez (no al de Cádiz, al de Jerez, al de la viña del Cerro), la anécdota de cuando recién casado se fue a vivir a «La Reina» con su mujer Angelita y tuvo allí a sus siete hijos. Sin carretera ni caminos, sin luz ni agua corriente y en el invierno, cruzando el Guadalquivir en barca. Y el suegro de Pepín, el doctor Altolaguirre, comentaba por Córdoba, como un Séneca pemaniano:

—No sé qué necesidad tenía mi hija de haberse ido a vivir como en el Lejano Oeste...

Me cupo la suerte de oír esta oral «Historia de una finca» junto a Toto León hijo. En la mesa de las copas había un centro de flores con ramas de olivo. Se lo comenté a José Bohórquez, que estaba a mí lado: «Pepe, mira qué detalle, ramas de olivo». Y al oírmelo decir, Fernando García Valdecasas, yerno de Fernando Solís, puso una media verónica como sacada de «Curro y los aparceros» de Jesús Cuevas:

—Al paso que vamos, para esto van a quedar los olivos, para centros de mesa.

 

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