ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El tabaco liado de Delibes

Como los dos eran de Valladolid, y tenían parecido acento, y hasta si me apuran incluso la misma color de piel, Miguel Delibes siempre me recordó a don Fernando Pellón Aparicio, el médico de la calle Teodosio que por mano del Divino Vecino de San Lorenzo me salvó la vida en aquella epidemia de meningitis de 1950 que se llevó a tantos niños de Sevilla. Y ahora que los evoco a los dos vallisoletanos, a Delibes y a Pellón, creo recordar que quizá hasta fuesen parientes, en la cercanía de la ciudad provinciana. Me subyugaban los parientes vallisoletanos de mi médico. Un primo, Aparicio, era futbolista del Atlético de Madrid. Otro, López Aparicio, era corresponsal del «Ya». Y yo creo que Miguel Delibes también era, aparte de su viva estampa, su primo. Fue Pellón desde luego el primero que, sabedor de mis aficiones literarias, me habló de su paisano Delibes, director de «El Norte de Castilla». A quien pronto leí en la colección Áncora y Delfín de Destino, aquella alargada sombra del ciprés de su Nadal de 1947, la rotunda novela «Un hombre» o las viejas historias de Castilla la Vieja con escopeta, perro y perdiz roja al ojeo por las besanas que luego habríamos de ver como paisaje con figuras de los santos inocentes o del disputado voto del señor Cayo.

Desde entonces, Delibes fue para mí el símbolo de nuestra lengua, de su vieja Castilla y de algo más importante: de la fidelidad y entrega de un escritor a su tierra. Con Delibes inicié un mapa sentimental de las Españas literarias, que habría luego de completar con lecturas, preferencias y devociones, y en el que no me salía Madrid por parte alguna. Delibes era Castilla. Cunqueiro era Galicia. José Pla era Cataluña. Pemán era Andalucía. Cada uno de ellos permanecía fiel a su tierra, viviendo en ella. A ninguno se le había perdido nada en Madrid. Aquel terrible Madrid de Baroja que citar suele Vaz de Soto: «Si quieres ser escritor, vete a Madrid y ponte en cola». A ninguno de los cuatro les había dado la gana de irse a Madrid y mucho menos de ponerse en cola.

Y por paradojas de la vida, conocí a Miguel Delibes en Madrid. Yo estaba de estudiante en el Colegio Mayor Aquinas y nos llegó desde el Cisneros invitación a una tertulia nocturna con Delibes. Allá que fuimos los que en el Mayor de los dominicos componíamos la Sociedad de Lectura. Y allí conocí, de cerca, íntimo, sin afectación alguna, al gran escritor de Castilla. Estábamos apenas veinte estudiantes en la tertulia tras la cena. Delibes llegó y mientras hablaba de sus relatos, como en una charla de cazadores en el bar de un amanecer de aguardiente y cananas en un pueblo andaluz, sacó su paquete de Ideales y su librito de papel de fumar. Y con una pericia en los dedos que me recordó la de mi padre con su petaca, le cambió limpia y diestramente el papel al tabaco liado del estanco, poniéndole uno nuevo de su librito. Le pegó el lengüetazo a su borde engomado, lo cerró y tras encenderlo como quien está en el puesto del pájaro perdiz, siguió su charla. Aquella estampa de Delibes cambiando el papel al tabaco liado me pareció tan auténtica, que en el coloquio le pregunté por la permanencia en su tierra. Mientras Delibes liaba su tabaco, tan de pueblo, en plena capital, decidí seguir su ejemplo y hacer como él, como Pemán, como Pla, como Cunqueiro. Estar en Madrid el menor tiempo posible y volverme a mi tierra, al liaíllo de la autenticidad que no se podía encontrar en aquel falso Madrid de los escritores en agraz preguntando en la cola quién daba la vez.

Delibes fue quien de estudiante me hizo ver que no se me había perdido nada en Madrid, y que un escritor no es nada sin un paisaje vivido al fondo. Fue entonces cuando pedí en la Escuela de Periodismo venir como redactor en prácticas a ABC de Sevilla, siguiendo el ejemplo de su fidelidad a «El Norte de Castilla». Gracias a Delibes hoy puedo aquí prestarle mi pluma a Andalucía para decirle adiós a la vieja voz verdadera de Castilla la Vieja.

 

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