ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Una Guía de Sinvergüenzas

La historia es como sigue: en un pueblo andaluz de cuyo nombre no debo acordarme había desde ha mucho tiempo una floreciente industria montada por unos señores del lugar, que metiéndose a lo que ahora llaman emprendedores y arriesgaron su dinerito para montar una fuente de creación de riqueza que no fuera el campo, redimiendo a muchos lugareños de la sopa boba del PER. La industria tuvo florecientes tiempos, y amplió sus instalaciones y sus ventas, hasta que vinieron los primeros albores de la crisis. Los pedidos no llegaban, la producción se resentía y, con ella, la seguridad de los puestos de trabajo que se habían creado. Pues lo poco que se ingresaba en caja con las paulatinamente decrecientes ventas ni llegaba para pagar los sueldos y la Seguridad Social.

Pensaron entonces los gestores en presentar lo que por aquellas calendas de los comienzos de la crisis se estilaba: un expediente de regulación de empleo, alias ERE, aunque fuera temporal. Creían que aliviando los gastos laborales de parte del personal la industria podía salvarse y, con ella, la mayoría de los puestos de trabajo. Y encaminaron sus pasos a un bufete de abogados de campanillas, de los que en el nombre se ponen una «&» como si fueran Andy & Lucas, pero por lo Civil, por lo Mercantil y por lo Laboral. Plantearon a tan prestigiosos letrados la substanciación del ERE y, previa morterada de provisión de fondos y diversos mareos de la perdiz, al cabo de los meses, cuando el agua les llegaba ya mucho más arriba del cuello, les dijeron que la regulación de empleo ni se podía plantear a la autoridad, y que vistas las cuentas de la sociedad, mejor era ir directamente a concurso de acreedores. A lo que fueron, produciéndose al poco, con inusitada velocidad por parte de la asistencia letrada, el referido concurso, esto es, la suspensión de pagos, el barquinazo, el chirrín chirrán de la industria y la pérdida del capital y de los puestos de trabajo. Entregaron las llaves a un administrador judicial, y poco más supieron. Hasta que por terceras personas se enteraron que el administrador judicial había adjudicado la industria en pública subasta a un postor de 300.000 cochinos euros, por los que se quedó con ella y con sus solares. Y de lo pagado por la subasta, no hubo ni un duro para abonar salarios atrasados a los trabajadores, nada: todos fueron para costas judiciales y minutas de abogados.

Súpose luego que el adjudicatario de la bicoca tenía una extraña y gran amistad con el administrador judicial, ganada en el gimnasio que ambos frecuentan. Adjudicatario de la bicoca que, a su vez, es cliente, mire usted qué casualidad, del despacho de abogados que tanto interés tenía en presentar concurso de acreedores. Y no queda ahí la historia. El nuevo dueño legalísimo de la industria, un prenda, logró que un banco amiguete se la tasara en 3 millones de euros, para hipotecarla en 1,5 millones, que ya ha cobrado en crudo y se ha gastado en tapar agujeros de negocietes anteriores. Y todo esto, sin dar un duro a los trabajadores que perdieron su puesto de trabajo y sin pensar en reflotar la industria. Lástima que no exista una Guía de Aprovechateguis de la Crisis para decirles en qué página vienen los nombres de esta partida de sinvergüenzas.

 

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