ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Otro Silencio por Francos

No es la Madrugada. No son las tres de la mañana en el reloj de la Giralda, cuyas campanadas oigo cuando se barrunta que hoy va a hacer una calor antigua de avellanas verdes y salgo desde la estrechez de Conteros a la anchura donde estaba la puerta del patio de cosarios de Los Caminos, el escaparate de los caramelos de Mauri, el estrechísimo callejoncito de la esquina del platero que me hizo mi primer escudito de solapa de hermandad, donde los cordoneros trenzaban primores de sedosa pasamanería, quién sabe para qué caídas de palio que se habrían de exponer en los estrenos del Salón Colón. La Giralda da la hora de esta mañana del verano. Del frescor antiguo de velas, pilistras y filodendros en patios recién aljofifados por la obligada doble genuflexión de las criadas. Recuerdos antiguos. Voy por Francos, y desde los mostradores que ya no existen sale la voz de los dependientes que, como esta calle, ya murieron: «¡Escacena, un repaso!».

Y en la memoria, un encargado viene del fondo de un patio de columnas con piezas de tela apiladas. Con la deformación profesional de sus pies planos y su alisado pelo con raya a lo Carlos Gardel, saluda a la señora, sentada en su ritual silla ante la caoba de un mostrador donde el dependiente de toda la vida le ha extendido las telas de media Tarrasa. Paso ante Los Caminos. Cerrados y empapelados todos sus escaparates. Ante la única puerta abierta, no sé qué mercancías inexistentes vela un vigilante de seguridad. Por la calle, nadie. Silencio. Silencio en la que antaño era la mañana del azacaneo de compras y paquetes de las señoras con niña en El Valle, misa en El Ángel y casa en el barrio de San Vicente. Por aquí venía Conchichi Ribelles con su libreta y cuando llegaba a la esquina de Meguerry ya había apuntado peticiones de mano, viajeros que se iban a los baños y anuncios de boda como para llenar cuatro días de sus Ecos de Sociedad en el ABC. Ahora, nadie en este silencio. Qué solos los cordones de Alba, con qué pena los miran desde la acera opuesta los ojos de Olot de los santos de la tienda de efectos religiosos donde antes estaba la vitrina de esmaltados rojos rombos militares, con los cordones de la IPS para los estudiantes que se iban a las Milicias Universitarias en Montejaque.

Y en la esquina de Casa Velasco, un letrero que anuncia reformas. Cerrada. Ojú. ¿Dónde vamos a comprar los encajes de Bruselas? Una tienda, y otra, y otra, cerradas. Más silencio. Las tiendas que aún no han muerto agonizan y van sangrando lentamente de mostrador en mostrador. Para los que sabemos que el comercio tradicional es parte sustancial de Sevilla, de su fisonomía, de sus costumbres, no hay nada más triste que un escaparate vacío y con sus cristales tapados con papeles. La Guantería Pino se ha trasladado. Y menos mal que las fajas de la Corsetería Modelo siguen comprimiendo las fingidas carnes de los maniquíes. Pero aquella tienda de las madejas de lana no está; ni la peletería; ni Macarro. Resiste en su esquina de San Isidoro la farmacia, y en la anchura de Los Madrileños, conforme Francos avanza hacia la Cuesta del Rosario, parece que hay más vida, menos silencio, menos ruina, hasta una frutería con gente comprando tomates para el gazpacho, menos tiendas asesinadas por quienes cerraron el centro y lo privaron de vida. Y me acuerdo del otro Silencio por Francos, en la Madrugada. Comparado con éste, aquel Silencio es alegre. Triste, penitencial, de esparto y ruán sí que es este silencio de la muerte comercial por la vieja calle Francos.

Sobre este tema, en El Recuadro: "Segundo gorigori por Francos"

 

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