ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La relojería de Monardes

El sevillano no sabe ni quién fue Monardes, ni dónde está la calle Monardes. Y mira que en plena calle Sierpes, por la esquina de Azofaifo, unos azulejos recuerdan que allí estuvo el jardín botánico de este médico sevillano del XVI, sabio que recién descubierta América publicó su «Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales». Y si el sevillano no sabe quién fue Nicolás Monardes, menos por dónde cae su calle. Es como la canción de Juanita Reina: callejuela sin salida. Una barreduela de Sagasta, frente a la camisería de Galán. En cuya esquina el poeta Antonio Rodríguez Buzón tenía su tiendecita de bisutería y artículos de regalo, antes que la cerrara y se buscara la vida como empleado de la Feria de Muestras.
¿Caen ya dónde está y cuál es la calle Monardes? A esa calle como secreta, como hecha para que en la Madrugada salga de allí un enigmático y solitario nazareno camino de San Lorenzo, da la puerta falsa del Círculo Mercantil, me parece que ya clausurada, en el dédalo de los ocultos postigos del caserío de Sevilla. Por esa puerta falsa de la calle Monardes contaba Manuel Díez Crespo que salieron huyendo del Mercantil los poetas de Mediodía, una vez que los localizó allí uno al que debían un dinero importante y tenía el hombre la ilusión de que iba a cobrarles. El poeta Juan Sierra gritó el nombre del galeno y botánico hispalense como una salvación, como una profesión en la fe de no pagar ni quemados:
—¡Por Monardes, por Monardes!
Y por la puerta falsa de Monardes salió huyendo del Mercantil toda la sevillana poetería andante del 27. Donde ahora, en estas tardes de lluvia y otoño, cuando suenan los husillos, da gusto que se le pare a uno el reloj, para llevarlo a componer. A los relojeros de Monardes. Yo tengo declarada a la Relojería Ramiro monumento comercial local de interés sentimental. Tras la puerta de cristal, las dos mesas de relojero, quizá con la música de una radio al fondo. En la pared, los relojes que parece que no marcan el tiempo, sino que lo han detenido. Sí, los relojeros de Monardes tienen sobre la madera de su mesa, desarmados, los secretos mecanismos gracias a los cuales han conseguido que allí se detenga el tiempo, en una Sevilla antigua, encantadoramente provincianita. Llegas, das las buenas tardes, y como un Polifemo provisional, con la lente de un ojo microscópico en su órbita, el maestro relojero levanta la cabeza de su tarea y te saluda. Se oye el tic tac de los relojes de pared, sus perezosos péndulos entre sus encadenados contrapesos. ¡Con cuánto amor el maestro te abre tu reloj con ese aparato como de descorchar botellas de vinos carísimos, con qué delicadeza te lo mira, lo hurga con unas pinzas milagrosas, como de mesa de operaciones!
Sí, el doctor Nicolás Monardes, con los azulejos del nombre de la calle, debió de dejar algo de su hispalense medicina sobre la medera de las mesas del taller del relojero. Examina tu reloj como si fuera un microscopio el que lleva en su ojo. Su ojo clínico. Y te dice que tienes que dejarlo en observación como si te lo ingresara en la UCI. O resueltamente, zas, zas, le da dos toques maestros con unas largas pinzas, sopla, y aquello se pone otra vez en marcha.
—¿Cuánto es?
—Nada, era una motita de polvo.
Me encanta llevar mi viejo Rolex a Ramiro, el maestro relojero de la calle Monardes. Paradójicamente, del mágico taller donde parece que se ha detenido el tiempo salgo siempre con el reloj marcando la hora exacta del meridiano sentimental de Sevilla.
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