ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


De Valderrama a Miguel Poveda

ME acuso, padre del cante, que no había escuchado antes a Miguel Poveda, más que de refilón o de imágenes finales de un telediario. No, miento: lo escuché una noche, en un recital de Isabel Pantoja, que la hija de Chiquetete el de Los Gaditanos lo sacó a su escenario para cantar un dúo. Sabía que Poveda era gente en el cante, y que los flamencos tenían puestas en él todas sus complacencias. Me acuso, padre del compás, que me perdí su recital de apertura de la Bienal, en el que llenó la plaza de los toros con su cante hasta la bandera. Y que me perdí la presentación de sus discos en el Lope de Vega. Y del mismo modo que me lo perdí tantas veces, me ganó la otra noche, cuando se volcaba en el teatro de la Maestranza en un histórico concierto benéfico para Andex, la asociación que se ocupa de los niños con cáncer.
Desde que se nos fue don Juan Valderrama, de quién aprendí tantos saberes al escribirle sus memorias en «Mi España querida», la verdad es que le tenía perdido el norte a los vientos nuevos del flamenco. Me aterra eso que llaman «fusión». Muchas veces no es más que confusión, un camelo con sifón muy bien montado para pasar bígaros por burgaíllos y ostiones por ostras. Es más: yo creía que Miguel Poveda era uno de tantos de la confusión de la fusión o de la ficción de la fusión. Hasta que la otra noche María Luisa Guardiola y Carmen Tello me dijeron en Andex el clásico «vamos a escuchar» de los cabales. Y escuché a Poveda. Y me encontré con una enciclopedia viva y joven del cante y de los cantes, de los cantaores y de los cancioneros. Confieso que en flamenca materia mis gustos van por el mentado lado de Valderrama, y de Pepe Marchena, y de Vallejo, y sobre todos de Caracol, y si me apuran hasta de Angelillo inaugurando fábricas de caramelos en su garganta al cantar por colombianas. Con todos esos cantaores queridos me encontré en la voz de Miguel Poveda. Y otros más lejanos de mis gustos, como el academicismo de Antonio Mairena, pontífice máximo e inquisidor del cante que valiéndose de los ayuntamientos del franquismo puso para sí mismo una Agencia Personal de Desarrollo Flamenco, como el Polo Industrial de Tobalo, de la dictadura única de la soleá y la seguiriya y la condena eterna del cante payo del maestro Marchena.
Mi querido Juan Valderrama se sabía todos estos cantes y nos los legó en sus antologías. Era natural que los supiera. Hizo el Bachillerato del Cante en la Alameda, en casa de Pastora Pavón, y luego marchó a Madrid, a la Universidad Central de Villa Rosa, de donde se acababa de ir don Antonio Chacón, dejando su magisterio. Oyendo a Miguel Poveda, con su aire como de tenista o de futbolista de La Roja, entre Rafa Nadal y Jesús Navas, me sorprendió su enciclopédico saber (y hacer) de los cantes. Rompe todos los esquemas. ¿Cuál ha sido su bachillerato flamenco, cuál su Universidad, para saber tanto, rescatar tanto, para hacer justicia a tantos olvidados y condenados por la Santa Inquisición del Cante? Quizá la radio de cretona de su madre. Este señor es de Badalona. No de Utrera, ni de Jerez, ni de Triana: ¡a tomar vientos de brújula los triángulos del cante! Su disco de mayor éxito se llama «Coplas del querer». Pero hace coplas y cantes del querer... del poder y del saber. Sin darse cuento ninguno. Con la modestia de los verdaderamente grandes. De Guinnes Record: un catalán de Badalona sobrado de compás. Al que nada del cante ni de la copla le es ajeno. Que entiende que el flamenco es un universo abierto, no sollados estancos. Vamos, que Miguel Poveda es capaz de meter a compás la guía de teléfonos de Valladolid. De Valladolid he dicho. La de Jerez la mete cualquiera...
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