Correo
Los niños del Postigo del Aceite jugábamos al trompo mucho mejor que los del Postigo del Carbón, en los muchos barrios que El Arenal lleva dentro. Nos pillaba más cerca el tranvía, imprescindible para jugar al trompo. Para la guita del trompo. Para mandarle fuerza e impulso al trompo, la guita debe llevar al final no un nudo, como ahora estilan los chavales en los trompos de diseño de Toisarás, sino una chapa. Esa chapa se pone entre los dedos anular y corazón cuando se termina ceremonialmente de reliar la guita, como paralelos de un mapamundi, alrededor de la torneada madera del trompo, y no veas la fuerza que se le da cuando se le arroja contra la tierra, los adoquines o las losetas de las aceras.
Los de la calle Adriano llevaban como chapa final de la guita del trompo una latilla de cerveza, con la crestería de sus estrías hacia fuera. O una chapa de Zumbina o de gaseosa El Cachorro. No era lo mismo. Los del Sagrario teníamos en las guitas de los trompos los mejores topes, dónde va a parar. Era una perra gorda, una moneda de cinc de 10 céntimos, con su caballo y su jinete alanceando hambres, que poníamos en la vía del tranvía delante de la puerta de la parroquia. Cuando por la Casa Lonja veíamos que venía el tranvía de la Ronda con su tablilla roja, o el de Eritaña con su disco del 3, o el de Heliópolis con sus aspas cruzadas sobre blanco y su letrero de «Hotelitos del Guadalquivir», cogíamos la perra gorda, la poníamos en la vía y nos sentábamos a esperar en las Gradas. Y cuando el tranvía había pasado, corríamos hacia la moneda. El tranvía la había dejado laminada, como la clara de un metálico huevo frito, de calentita que estaba cuando la cogíamos. Entonces nos íbamos a casa, y con una puntilla y un martillo le hacíamos un agujero para pasar la guita del trompo, a cuyo final poníamos el tope de un nudo. ¡Y a repiar el trompo! En nuestro paraíso de la calle. En peleas de trompo. Los más perversos afilaban la púa del trompo con una piedra de amolar, para la lucha. Un niño había tirado su trompo, y allí estaba la mágica madera, girando como una metáfora del universo, como una perfecta «imago mundi», con su movimiento de rotación y de traslación. Y entonces el retador tiraba con toda su fuerza la afilada púa del suyo contra el otro. Si le acertaba en todo el casquete polar con la púa, con la fuerza que al final de la guita le mandaba la chapa de la gorda aplastada por el tranvía, pum, el trompo acosado se partía en dos. Como una granada.
Era una circunferencia mágica la que hacíamos en la tierra cuando el juego consistía en echar a los trompos adversarios de ese círculo, que sobre el albero del Cristina era una miniatura del ruedo de la plaza de los toros. Y los más diestros lo repiaban en la palma de la mano, recogiéndolo del suelo sin que dejara de girar ni cabeceara. Pepito Redondo Lázaro mi vecino, el nieto de Pascual Lázaro el librero, era un portento repiando el trompo en la palma de la mano. Ese sí que le ganaba a todos los chavales de la calle Varflora.
Y el Ayuntamiento no tuvo nunca que gastarse un duro en ponernos un Trompódromo, ni vino el primer teniente de alcalde a echarse una foto. Estaba el Catetódromo, como le llamaban a la estación de autobuses del Prado, y estaba el Tontódromo, que era el paseo dominical de La Campana a Casa Guardiola, por la calle Tetuán y la Avenida. Pero gracias a Dios nunca hubo Trompódromo. Téngase en cuenta que Sevilla entonces no estaba como ahora, en manos de una partía de despilfarradores que nos la está dejando que no la conoce ni la madre que la parió ni Hércules que la fundó. A ver si les pegamos un buen trompazo afilando la púa del voto y los echamos del círculo mágico de la ciudad soñada que se han cargado.
