ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Pabellón Vasco

Se escribe Hospital Duques del Infantado, pero en sevillano antiguo se pronuncia Pabellón Vasco. Lo fue en la Exposición Iberoamericana de 1929 y está en su Sector Sur, junto al Colegio Mayor Hernando Colón, frente a Tráfico. El Pabellón Vasco era llamado así cuando fue utilizado como hospital de Aviación. Este uso le marcó su destino. Aún mantiene un cierto aire de hospital militar. El sol de invierno calentando los bancos de hierro de los jardines pide fotografías antiguas con soldados de cabeza vendada y brazo en cabestrillo, atendidos por señoritas vestidas de damas de la Sanidad Militar, con su cofia y su capa, y un comandante médico con la galleta roja de su estrella dorada sobre la bata blanca. Cuando el Ejército del Aire suprimió su hospital y sus servicios pasaron al Policlínico de Tablada, el edificio fue cedido a la Asociación de la Lucha contra el Cáncer, bajo la presidencia del Duque del Infantado, que lo convirtió en oncológico, donde hicieron por cierto una laudable tarea precursora de prevención y detección precoz del cáncer de mama, con revisiones periódicas a las señoras, labor que se sigue realizando allí.

Como tantos otros centros sanitarios municipales o provinciales, el Pabellón Vasco pasó a depender directamente del SAS, que lo convirtió en anexo del Hospital Virgen del Rocío para cirugía menor ambulatoria y centro de cuidados paliativos. Entrañable y casi familiar hospital, que no tiene nada que ver con la masificación de enfermos por los pasillos. Hospital humanísimo, que he tenido triste ocasión de conocer de cerca con toda la grandeza de su abnegado personal por las angustiosas circunstancias de la cercanía de la muerte de Ignacita, la madre de Isabel. Cuando con muy pocas esperanzas llegamos con ella al antiguo Pabellón Vasco, desviada desde el Virgen del Rocío, me acordé de algo terrible que antes se decía de los enfermos terminales:

—Está desahuciado de los médicos.

Los enfermos que desde el Virgen del Rocío llegan a la tercera planta, la de Cuidados Paliativos, del Duques del Infantado no están en absoluto desahuciados de los médicos. Ni de las enfermeras, ni de las auxiliares, ni del personal no sanitario o del capellán, el filipense padre Ángel Fernández. Todo lo contrario. No he visto mayor delicadeza y dedicación con los enfermos, más cuidados personalizados ante su clínica en los momentos finales de la vida, frente a esa fría Medicina de la dictadura del protocolo, donde no miran a los pacientes, sólo ven sus análisis y radiografías. El excepcional personal del Duques del Infantado, que simbolizo en el doctor don Emilio Fernández Bautista, tiene una infinita delicadeza tanto para los enfermos como para sus familiares. Llamas al timbre y en un segundo está allí la enfermera, que le pone a tu ser querido el calmante que precisa, la medicina para que no sufra. Una maravilla. Y sin traspasar nunca la delgada línea roja de la eutanasia: a Ignacita le siguieron poniendo hasta el último momento todo el completo tratamiento de su cardiólogo, nuestro querido doctor Juan Beltrán. Si cuando este verano, al surgir sus graves males, la llevaron urgentemente desde Guadalcanal al Hospital de Alta Resolución de Constantina y dije que allí nos encontramos con un eficientísimo Houston en la sierra, ahora tengo el orgullo de escribir que en su hora final hemos hallado en el antiguo Pabellón Vasco nada menos que unos excepcionales y humanísimos profesionales de la Sanidad, como abnegados apóstoles del Cristo de la Buena Muerte en los últimos momentos de la vida.

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