ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Los exaltadores

Sábado de Cuaresma. Patio de los Naranjos del Salvador. Prima noche. Cae un relente como de abrigos de la Madrugada, que parece que por la Cuesta de las Culebras va a aparecer de un momento a otro la cruz de guía del Silencio. El Patio de las columnas cuyos fustes están como hundidos en la memoria de Sevilla aparece lleno de sillas de tijera, con disposición de carrera oficial. Como una íntima Campana. Sólo falta el tío de las avellanas. En el Patio de los Naranjos del Salvador hay una luz como de noche del Lunes Santo, de ver pasar la Vera Cruz o al Señor de las Penas de San Vicente.

Han puesto un tablado, adornado con rojos claveles y alfombras. Un micrófono. Un atril. En el Patio de los Naranjos del Salvador se va a celebrar por vez primera la Exaltación de la Semana Santa en el Casco Antiguo. ¡Toma Plan Centro! La organizan ilustres taberneros de la collación y los animosos hermanos del Rocío de Sevilla. Por la puertecita de la calle Córdoba y por ese portón de junto a La Alicantina que tiene algo de entrada a una plaza de toros de pueblo, va llegando la gente. Gente del centro: «Del Salvador a la Magdalena...» Vecinos de la Alfalfa, de la Costanilla, hermanos del Amor, de Pasión, de la secreta Hermandad de la Virgen de la Antigua, rocieros de Sevilla. Aparecen los tambores y cornetas de una banda. Trajes oscuros de función principal y chaquetones de tribuna de Preferencia. Novias del nazareno y abuelas del monaguillo.

Y empieza el acto. Suena una marcha de cornetas y tambores. En el anuncio pone Exaltación, pero los que han acudido al Salvador saben que van a oír un pregón. Íntimo como el propio Patio. Ahora habla el presentador, uno de la plaza de San Pedro, bético como el orador, con el sagrado nombre de Sevilla en los labios, con la palabra preñada de cariño antiguo, de compañeros del San Francisco de Paula. Aplausos. Otra marcha. Y ha llegado el momento de la verdad para el exaltador, que en un bolsillo de su traje lleva el morado cordón que ató las manos del Señor de Pasión y en el otro la medalla del Rocío al que ha escrito tantas coplas. Antes de que suba al estrado, veo que se saca del bolsillo ese bendito cordón morado y lo besa. Y ante el atril, con los papeles que el frío viento de la noche mueve, empiezan a hablar su memoria y su corazón. Versos apasionados, como un torrente de sentimientos, que van arrancando los aplausos del público cuando tienen que arrancarlos. En la memoria de los asistentes levanta el exaltador en pie de emoción esquinas y bambalinas, el orgullo de esta Sevilla de siempre, del centro, balcones y saetas. Se oye ahora una saeta. Suena el óle en el tercio exacto donde tiene que sonar. Sobre un fondo de cornetas, piano, piano, siguen las palabras del exaltador. Y la emoción de los presentes. Todos oyen lo que quieren oír, tal como pensaban oírlo. Un discurso lírico que acaba, naturalmente, buscando desesperadamente a la Esperanza. Y todo termina en aluvión de sentimientos, a borbotones de versos. Y suena la Marcha Real. ¿De final del pregón? No, es una Marcha Real como de salida de cofradía: la estación anual de la Hermandad de los Pregoneros de Sevilla. La floración lírica del azahar de las palabras estos días trasmina barrios y asociaciones, hermandades y peñas, colegios y círculos. Esta sí que es la Exaltación de la Cruz según Sevilla. Benditos pregoneros que como tú, Rafael González Serna, nos seguís haciendo creer, como niños con los Reyes Magos, que es verdad esa Semana Santa que soñamos.

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