ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Estraza para Rogelio

Dios, cómo pasa el tiempo. Mejor dicho: Santísimo Cristo de la Misericordia, muerto en brazos de La Piedad del Baratillo, ¡cómo pasa el tiempo! Cuando muchas mañanas me llamaba Rogelio Gómez el de Trifón para comentar asuntos de Sevilla, o de la marcha de los negocios con la crisis, o de la guasa que aquí hay, harto de coles me decía como una liberación, como un sueño mucho más lejano que su pasiego Valle de Toranzo, siempre en flor de banderín del Racing en su tienda de la calle Jimios:

—Como que estoy deseando que llegue el 16 de mayo del 2011 para jubilarme...

Ese 16 de mayo, ay, ha llegado. El día que el toro mató a Joselito, ojú. Hoy es el día en que te jubilas, querido Rogelio, querido Niño de Trifón, al cumplir la edad en tu vieja Flor de Toranzo. Te lo iba a escribir en el mejor pergamino: un papel de estraza, manchado de lomo en manteca. Iba a decir que tienes la más noble ejecutoria, caballero de la Real Maestranza del Trabajo de Sevilla. Cuatro apellidos probados en la nobleza del trabajo, en el mostrador del ultramarino o del puesto de carnicero. Con tus años de mostrador y de cuchillo de cortar el jamón que heredaste de tu padre como el título de nobleza que en realidad es, conseguiste, Rogelio, que cuando te dieron la Medalla del Trabajo el diploma que te nombraba como lo que eres, Excelentísimo Señor, pareciera impreso no en pergamino de vanidades, sino en la suprema verdad comercial del papel de estraza, tabernero y a mucha honra.

Pero en ese papel, ay, Rogelio, escribo que hoy no sólo te jubilas tú, sino también toda una Sevilla, la tuya intransferible, bética y baratillera, jándala del Arenal. Es como si estuviéramos en la barra de tu tienda y diera de golpe todas las horas el reloj del Ayuntamiento. O como si, en la moviola de un gol del otro Rogelio de nuestro Glorioso Betis, viéramos retroceder el tiempo. Yo ahora, Rogelio, me acuerdo de un día de mayo de 2004, cuando ibas en el coche con Blanca camino de tu otra patria montañesa, y te sonó el móvil. Era Javier Arenas. Te habían dado la Medalla del Trabajo. Y antes de pararte en la cuneta y hartarte de llorar acordándote de tu padre, le dijiste al ministro:

—No sé cómo a un tabernero le van a llamar excelentísimo señor...

Yo ahora, Rogelio, te lo llamo. Y venciendo el tiempo, entro en la memoria de La Flor de Toranzo y veo el baby azul de tu padre. Y te veo a ti de pantalón corto, haciéndole mandados por el barrio. Qué dos excelentísimos señores, Trifón y su hijo Rogelio. O te veo como el soldado de la Maestranza de Artillería que da un rodeo al ir al cuartel, para pasar por el Arco del Postigo y poder cuadrarse y pegarle el saludazo a la Pura y Limpia. Yo ahora, Rogelio, entro en tu tienda, ya tú casado con Blanca, y me tomo una copita con el Padre Estudillo, y veo al fondo del mostrador a Baldomero el corredor, y pasa Chamaco Moore y te saluda desde la calle y te dice algo de la hermandad. Y ahora se hace un silencio, porque llega Menchu Tablantes con Doña María de las Mercedes, que vienen de hacer devota estación en La Alicantina. Y tú le sirves a la Reina Madre una copa de Solera 1847 y le ofreces su tapita de jamón sobre este nobilísimo papel de estraza en que, ay, te escribo, y sobre el que acaba de caer no sé si un chorreón de grasa de ese jamón que tienes colgado ahí en el rincón donde lo cortaba tu padre, o si una lágrima de Sevilla. Ya sé por qué, Rogelio, llorarán este año en la Giralda las Lágrimas de San Pedro que salvaste del olvido.

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