ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Qué Unesco más pesada

EN Venecia, en Pamplona, en La Habana, y supongo que en más ciudades de su biografía, hay infinidad de bares y restaurantes que presumen con placas conmemorativas y fotografías «in situ» que Hemingway solía coger allí, en aquel mostrador o en aquel velador, sus antológicas papas de caracolillo. Y en una de esas ciudades es voz común que existe un establecimiento donde con mucha guasa pusieron un letrero que decía: «Hemingway no estuvo nunca en este bar, gracias a Dios». Algo así habrá que hacer en vista de cómo se ha puesto la Unesco, qué Unesco más pesada, que como te descuides, te declara Patrimonio de la Humanidad ese sillón de orejas tan viejo pero tan cómodo donde ves la tele en la salita. O el más cómodo aun chaquetón de hace diez inviernos que sigues usando pese la bronca de aquí-tu-señora, que te dice: «Hijo, dale un partido-homenaje y tira ya ese chaquetón, que como te lo vea la Unesco te lo declara Patrimonio de la Humanidad».
Pocas cosas se escapan ya de la declaración de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, o Patrimonio Inmaterial, o como Espacio Protegido, o como Parque Natural, o como Paraje Pintoresco. No sé para qué sirve eso, pero todo el mundo quiere que declaren la torre de su pueblo como BIC (el nombre de bolígrafo que les han puesto a los monumentos nacionales) y la romería de la Patrona como Patrimonio de la Humanidad. A este paso habrá tan pocas cosas sin declaración monumental de la Unesco como bares de Pamplona sin historias de borracheras histórico-artísticas de Hemingway. Por eso felicito a los Patios de Córdoba, que no quieren que la trincona Unesco los declare absolutamente nada y han retirado su candidatura.

En la última tacada, menos las cejas de Zapatero o las ojeras pintadas del gótico marido de Alaska, la Unesco lo ha declarado ya casi todo Patrimonio de la Humanidad. Ala Unesco sólo le queda declarar a la Humanidad como Patrimonio de sí misma. En su última tómbola, la Unesco ha declarado Patrimonio de la Humanidad, a saber: a los mariachis de Méjico, al fado portugués, al peregrinaje al santuario inca del Señor de Qoylluriti de Perú, a los chamanes jaguares del Yuruparí de Colombia y a la cal de Morón. Lo que me confunde es que declaren como Patrimonio Inmaterial la cal de Morón, la tangible cal, la maravillosa cal, la cal destronada en las paredes y tapias de nuestros pueblos por la horrorosa pintura plástica, cuando no por los horteras zócalos de azulejos hasta el techo. ¿Por qué declarar Inmaterial algo tan materialmente hermoso y tangible como la cal, la cal de Morón de toda la vida, la de los gitanos que venden cal? ¿Cómo puede la Unesco igualar a los mariachis, que están vivísimos y dan unos coñazos impresionantes a ambos lados de la mar oceana, y al fado portugués, que no corre peligro alguno de extinción y que llora sus lamentos hasta en la programación de Radio 5 de RNE, con la muy amenazada cal, muerta a menos de la horrenda pintura plástica? Como no sea que el letrero de «Capancalá» (cal para encalar) que deslumbró a Unamuno les haya sonado a cultura quechua... Más que declarar la cal de Morón como Patrimonio de la Humanidad, en esta España tan prohibicionista que no te deja ni fumar deberían declarar fuera de la ley la pintura plástica que se ha cargado la blanca hermosura de nuestros pueblos, perseguir de oficio a los horteras que alicatan su fachada enterita para no tener que blanquear cuando llegan las fiestas. Enjalbegar con zancos y escobillas es ya un arcaísmo. España odia a la cal. Apenas nos queda ya más cal que la de la leche con calcio. La cal ya no es belleza en la arquitectura popular. Es cuestión de lucha contra la osteoporosis femenina.

 

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