ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La tarde de los padres

Un demonio malo y travieso en forma de niño picardeado me dijo una mañana en el patio de recreo del colegio de la Doctrina Cristiana de la calle Guzmán el Bueno que los Reyes Magos eran los padres. Yo no me lo creí, naturalmente, qué me lo iba a creer. Pero fui aquel año a ver la Cabalgata desde el balcón de la zapatería de mi madre más mosca que Mendoza, el hombre-mosca del Salvador, que repicaba las campanas abrazándose a ellas y dando vueltas y vueltas por fuera de la torre. No hay nada más amargo para un niño que perder la ilusión. Es como perder la propia niñez. Y aquel 5 de enero yo me aferraba a aquella ilusión, a aquella infancia que se iba perdiendo, creyendo ver un Oriente en cada mulo de una carroza que pasaba, en cada caballo de un paje que resonaba sus cascos sobre los adoquines de la Avenida. Así vi pasar a Melchor, pero al mismísimo Melchor en persona, que acababa de llegar desde Oriente al Arenal, que es por donde siempre vienen a Sevilla los Reyes en las coplas de los campanilleros y en la ilusión de los niños. Melchor era el mío. Yo le pedía los juguetes a Melchor, porque era el primer Rey, no como todos los niños, que se los suelen pedir a Baltasar por ser negro, como de lástima hacia el morenito, con un trasfondo de racismo disimulado. Yo le pedía los Reyes a Melchor porque era el primero y el que da primero, da dos veces. Impaciencia se llama la figura.
Y vi aquella tarde de Reyes pasar luego a Gaspar, el de las barbas rojizas, con su séquito de servidores, que no eran soldados de Caballería vestidos de orientales, sino cortesanos verdaderos y auténticos llegados de Oriente. Hasta que pasó Baltasar, el Rey Negro, que supe luego, andando el tiempo, que estaba aquel año encarnado por Miguel Báez Litri. Con la mosca detrás de la oreja como estaba desde lo que me dijo el niño diablesco en el patio del colegio, me fijé más que nunca en el extraño color negro, tan brillante, como de crema Tractor del salón de betunería de Carmona frente a la Puerta de San Miguel, que tenía el Rey Baltasar. Era un negro de betunero. Pero muy mal dado el betún. El Gallo, el primer oficial de la betunería de Carmona, se lo habría dado bastante mejor, pasándose el cepillo de mano, más prestidigitador que limpiabotas. Tal mal le habían dado el betún al Rey Negro, que ¡le habían dejado una oreja blanca! El Litri, que en su vida había cortado tantas triunfales orejas, le cortó a mi ilusión de niño aquella tarde la triste oreja blanca que acabó con mi fe en los Reyes Magos.
Acabó de momento. Por sólo unos años. Aquel niño picardeado no me lo supo explicar. Hoy recobro aquella ilusión precisamente basado en su frase descreída. Los Reyes Magos no son los padres, pero los padres son los que más disfrutan con ellos. Los Reyes Magos no sólo vienen para traer juguetes a los niños; vienen mayormente para mantener la ilusión de los padres. Esta tarde, cuando pase la Cabalgata, habrá unos ojos aun más ilusionados que los de los niños: los de sus padres viéndolos gozar de la bendita fe en los Reyes Magos. La Cabalgata nos aniña a todos. Hombres como castillos, los padres, luchan a brazo partido por un caramelo. Mujeres hechas y derechas, las madres, gritan como locas: "¡Melchor, echa caramelos!". Lo del Día del Padre que se celebra regalando corbatas sí que es mentira. Lo del Día de la Madre que se celebra regalando tarros de perfume sí que es mentira. Hoy, 5 de enero, suprema verdad de la ilusión y de la familia, sí que es el Día del Padre y de la Madre. La tarde de la Ilusión de padres y madres viendo gozar a sus hijos. Bueno, y de los abuelos primerizos es que ni te cuento...
 

 

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