Aquella mañana del pasado mes de junio, cuando los seises y el romero, me lo encontré por Santa Catalina. Iba a la plaza de la Encarnación a comprar veinte kilos caracoles para su taberna. Se paró a hablar conmigo, ese clásico pegar la hebra en la calle. Y me dijo que estaba muy enfermo, que todo era fachada: "Yo quiero que me escribas un artículo. Mira, en Sevilla da gusto morirse porque... ¡les escribes tú luego unos gorigoris más bonitos a los que la palman! Pero yo quiero que me escribas una cosa así ahora, para que la pueda yo leer, Antonio, hijo, porque estoy muy malito...". Se lo escribí. Lo titulé terapéuticamente "Quitapesar para Peregil". Lo leyó. Le encantó. Le decía allí: "¿Quién fue, José el de la Tomasa, el guasón que dijo que tú no les cantabas saetas a los Cristos, que tú les reñías? Pues que sepas, José, que todos esos Cristos a los que les reñiste desde todos los balcones de Sevilla te van a proteger ahora y a devolver la Salud, como se llama el mío de La Carretería. Y como no te protejan, los que les vamos a reñir a los Cristos ahora vamos a ser nosotros, José, aunque no sepamos rezarles por saetas echando el alma por la boca. Como tú."
José me llamó emocionado para darme las gracias. Me preguntó si ya estaba de veraneo en Matalascañas y quedamos en la playa para tomarnos una cerveza juntos y comentar y reírnos. Nunca lo comentamos ni nos reímos, José. Y ahora que estamos ya en los fríos de finales de enero, cuando suenan las coplas del Carnaval que tú hacías a la sevillana con tus fandangos de broma o con las humoradas llenas de gracia de tus "Ocurrencias", me llega la noticia que me urge a escribirte, por la ley que te tenía, este gorigori en forma de saeta que ya nunca, ay, podrás leer en la barra de tu taberna, ya que ahora tus manos están eternamente agarradas a los hierros de los balcones del cielo donde le cantas cara a cara una saeta al Gran Poder, al Señor de las Penas de San Roque, al perfil grecolatino de la afilada nariz de la muerte salvadora del Cristo de Burgos. Y Paco Gandía, con todo el cariño de la guasa, sé que te dirá por lo bajini:
-- José, el Señor te habrá perdonado aquí arriba la cantidad de broncas que le pegaste cuando le cantabas saetas allí abajo.
Como buen sevillano, Peregil era dualmente barroco, entre el cantaor y el tabernero. El tabernero borró en el mostrador del arte la tiza con la que estaba escrita la grandeza del cantaor. Que tenía un arte que lo desparramaba por los balcones. ¡Cómo llenaba las anchas plazas a oscuras, en las entradas de las cofradías, el vozarrón de plata de vizarrón de Pepe Peregil! Yo me estoy acordando ahora de su voz ritual de los Miércoles Santos en el balcón de las hermanas Cobo en San Pedro, cuando entraba el Cristo de Burgos. Su voz llenaba de luz las sombras de los cuatro grandes cauchos de la plaza. O me estoy acordando de cuando le cantaba al Cristo de San Roque desde un balcón de la calle Jáuregui, cuando detrás del paso venía redoblando el tambor de Pepe Hidalgo con el uniforme de paisano de la Centuria y su voz acallaba el repeluco de las cornetas que ya anunciaban madrugadas del Arco. Y es que para mí el Domingo de Ramos no empezaba verdaderamente hasta que no le oía a Peregil aquella saeta al Cristo de San Roque al lado mismo de su taberna.
Siempre en Semana Santa hay muchos balcones vacíos por la carrera oficial, por los barrios. Balcones sin palma de Domingo de Ramos y sin colgaduras, de las casas que se cerraron, de los vecinos que se fueron. Esta Semana Santa habrá en Sevilla muchos más balcones vacíos. Y desde el balcón del cielo, Peregil le seguirá cantando a cada Cristo y a cada Virgen la eterna saeta de la memoria de Sevilla.