ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Azahar en La Laguna

Era un paraíso cerrado para pocos. Estábamos como juramentados para no decir dónde era, para que la bulla no lo profanara. Todos los Martes Santos en aquella calle se obraba el prodigio de poder apresar el tiempo perdido, de gozar en plenitud una cofradía como antiguamente. Era un rito de iniciados. Como un refugio de la Semana Santa que soñamos y que quizá no exista. En esa calle tenías la certeza de volver a ver una cofradía como las saboreabas cuando estudiabas Bachillerato y llevabas entre tus manos el horario e itinerario desplegable del programa del Correo, con su sobrecubierta de transparente papel cebolla. En esa calle te encontrabas una Semana Santa no degradada, no masificada, no manoseada por los que se la han cargado de tanto divulgarla.
Martes Santo tras Martes Santo te encontrabas allí a los mismos, en el mismo sitio, a la misma hora. A unos pocos iniciados, como en rito de sociedad secreta. Sí, la sociedad secreta de los arcanos intactos de la Semana Santa. Nadie se lo iba a decir a nadie para que aquello no se masificara, y menos tú por escrito. Tenías la seguridad de que te ibas a encontrar el mismo silencio, la misma tarde cerrando sus puertas. Que ibas a escuchar a los mismos vencejos del atardecer de todos los años, sin el error de rima de Bécquer. Las golondrinas no volvían a colgar sus nidos en los aleros de la casa de los Bucarelli, en la calle Santa Clara. Pero los mismos vencejos sí volvían cada año a cantar su ayayay flamenco de sus largos quejidos en aquel atardecer de Martes Santo, cuando estabas allí, aguardando el rito, y los conspicuos de siempre te saludaban con una inclinación de cabeza que ni en Versalles gastaban mayores cortesías.
Y aparecía la cruz de guía por la esquina del Compás de la Laguna, y empezaban a pasar los nazarenos de negro ruán, con la cera al cuadril de su esparto. Pocos. Los justos. Tramos clareados, en los que los diputados podían hacer el acordeón, parando con sus brazos extendidos el silencioso andar o abriendo las compuertas del río de la cera ardiente, diciendo como con un doble adiós con cada mano de sus codos pegados ahora a la cintura. Te sabías de memoria las insignias que pasaban. Y desde el alto balcón, mientras se escuchaban ya a lo lejos los pimporros de Manolito Gázquez en la música de capilla por la calle Castelar, el canario de la jaula siempre empezaba a cantar la saeta solitaria de su amarillo trino. Saeta por carceleras del canario en su jaula, como en monumento antiguo de Jueves Santo de un convento de clausura. Y pasaba la insignia de plata toda, que resonaba tan de Corpus con sus campanitas. Y te miraban los ojos de los nazarenos de los últimos tramos, satisfechos, al comprobar que tú estabas donde siempre y ellos también iban con su Cristo. Todo como siempre.
Y tras el silencio de un "Christus Factus Est", de pronto aparecían por la esquina los candelabros del Cristo de las Misericordias. Y escuchabas el llamador que mandaba parar el paso ante la abierta capilla de Molviedro, un estandarte y unas varas en la puerta. Y luego, entre la escasísima gente y los penitentes, te ibas a la calle Castelar. Y veías venir primero y luego alejarse, como un recuerdo, como un sueño, el palio de la Virgen de los Dolores con la Banda de Tejera tocando fúnebre. Yo sé ahora por qué Pepín Tristán tocaba fúnebre. Anunciándome que hoy, Martes Santo, a mí y a unos cuantos sevillanos se nos iba a morir parte de nuestra Semana Santa íntima. Ya podemos decir abiertamente dónde se obraba el prodigio, Álvaro Pastor Torres. Ya no hay peligro alguno de propiciar la bulla. Era Santa Cruz por la calle Doña Guiomar. Donde una vez llevé a aquel rito de iniciados a Manuel Díez Crespo y me dio, agradecido, un trozo de Sevilla en forma de una ramita de azahar que compruebo ahora que también ha muerto.

 

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