ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Incosolear

Me inventé el verbo en la placidez de sus veranos. Pero ahora, ay, no se puede ya conjugar. Ya no se puede incosolear. Incosolear era veranear en Marbella en plan tranquilo, lejos del mundanal ruido de la Milla de Oro y de los locales nocturnos de moda, en lo alto de un monte, al lado de Los Monteros y del campo de golf de Río Real. Incosolear era retirarse a Incosol para desconectar, para eso tan tópico que dice la gente en el verano de cargar las pilas, ni que fuéramos el conejito de Duracell.
Llegabas a Incosol y en el lujerío de la recepción del amplio hall con trampantojos de loros y pajarería tropical no sabías qué bandera en un mástil de honor te iba a dar la bienvenida. La bandera del presidente africano de turno que había tomado dos plantas del hotel con todos sus ministros, secretarios, guardaespaldas, agradadores y harenes enteros de negras gordas para llevarse un mes en Incosol adelgazando. Y luego, en el mostrador, ante los recepcionistas de toda la vida que sabían si te gustaba más el cuarto que miraba hacia Marbella o el orientado hacia donde estaban construyendo la autopista, te encontrabas el primer albornoz amarillo. Como en las invitaciones ponen si la etiqueta es frac o esmoquin, en Incosol el protocolo marcaba que tenías que ir en zapatillas de baño y de albornoz amarillo, de la ceca del masaje a la meca de la hidroterapia.
Incosol era un Palace con la Búchinger dentro. Tenía algo de viejo balneario de la Restauración, con sus clientes habituales de todos los veranos, como aquel general de Aviación que cada año llegaba con sus hijos y sus nietos, y que una mañana me encontré solo en la piscina, leyendo su ABC, y le pregunté:
-- ¿Le han dejado hoy solo, mi general?
-- Sí, es que mis hijas y mis nietos se han ido a ese terreno de labor al que aquí en Marbella llaman playa.
No hacía falta bajar a la playa, con tu tumbona bajo los pinos, junto al borde de la piscina, en un silencio de chicharras apenas roto por el monitor del acuayín. Tenías la posibilidad de internarte en la clínica de adelgazar, donde por cierto funcionó el primer escáner que hubo en España, o de hacer vida de balneario. Y luego, la cocina. Qué bien se comía donde casi todos iban de ayuno y abstinencia por lo civil. Yo seguía un menú estricto: langosta y entrecot. Viendo a los que seguían penosa dieta, te entraban más ganas de acabar con el bufé. Ante el que contemplé la escena más insólita: yo he visto en Incosol pelearse a una señora, pero bronca gorda, con su monitora de adelgazamiento por una rodaja de pepino y medio huevo duro. Aquella Señorita Rottenmeier que ordenaba la comida de los adelgazantes, como vigilante de campo de concentración del hambre, los tenía a raya, y no les permitía ni el exceso de medio tomate.
Eran los años de esplendor de Marbella, los del lamentable pelotazo. Desde tu terraza te ponías a contar grúas y perdías la cuenta. Nunca podías pensar entonces que todo aquello se iba a venir abajo, no sólo Marbella, sino Incosol. Ha cerrado el viejo Incosol de los Coca, los Fierro y Villaverde, ya herido de muerte, donde acababa de llegar lleno de ilusión y de iniciativas José Antonio López Esteras, un empresario del Puerto de Santa María de enorme mérito, todo un emprendedor, que recuperó un hotel que otros tomaron antes exclusivamente para el pelotazo de la recalificación de sus terrenos en tiempos de Gil y de Muñoz. Yo espero que todo se pueda arreglar y que el animoso López Esteras vuelva a abrir Incosol, el hotel y la clínica, con sus elegantes albornoces amarillos. Porque vacaciones sin incosoleer sí que van a ser vacaciones perdidas.

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