¿Por qué
estaban siempre debajo de una higuera, debajo de un nogal,
debajo de un moral del que caían las untosas nubecillas de
las frutas, profundamente rojas, que teñían como de tinta de
tampón del libro escolar la ladrillería del pretil? Sobre el
paisaje horaciano de las umbrías de Galaroza, de
Fuenteheridos, de Cazalla, de Castilblanco, de Guadalcanal,
de Almonaster, aún están, frescas y profundas, las albercas
en nuestra memoria. Nacimos al amor de los cuerpos en las
albercas. Albercas quietas de regar huertas labrantías,
remansos cubiertos de un limo que al llegar apartábamos con
una vara de acebuche, para que empezaran a cruzar sus aguas
velozmente, eléctricamente, aquellos insectos de altas patas
como de araña y breve cuerpo, que sobre la lámina de la
alberca andaban y cuyo nombre nunca acertamos a saber.
Aún estáis frescas en la memoria, albercas de la sierra. Es
la siesta. Un tren suena a lo lejos, fatigosamente subiendo
el Puerto, donde en septiembre despiden a la Virgen cuando
vuelve a la ermita, ahora que ya no hay huidos. Suenan las
chicharras entre los maizales, en los regueritos donde
pronto frutecerán ya los granados. En la casilla del cortijo
hay colgadas unas jaulas de pájaro perdiz que rompen el
sueño con su jíquiri, jácara.
-—Niño, no te vayas a bañar todavía, que estás haciendo la
digestión...
Qué soñolencia de esas mulas que vuelven de la era, con los
costales de trigo amarrados con sogas a sus cargados
serones. Qué soñolencia de esos pájaros altos que están
piando en la rama última del nogal, si tuvieras una escopeta
de plomillos, pum, pum; cuando apruebes la Reválida de
Cuarto pedirás una escopeta de plomillos. Qué soñolencia
sobre estos taburetes de corchas, que hemos sacado del
cortijo, como sacaron el dornillo de nogal para majar el
gazpacho.
Pero, ea, venga, que son las cinco ya. Ha pasado, azul y
plateado, el avión altísimo que va camino de Canarias. Ya
nos podemos bañar. Qué frío de honduras de arroyo, de
pedregales de los regajos, el del agua de esta alberca. Allí
en el rincón zigzaguea su repeluco verdinegro una bicha de
agua. Del cortijo traen unas corchas para que las niñas
chapoteen con los pies, conforme las van sosteniendo con las
manos. Alguien sacó este neumático, con tantos parches
rojizos, de negra goma, y le puso un tapón de manzanilla La
Guita al racor de inflarlo, para que no os hiera la espalda
cuando os tiráis desde el pretil intentando entrar de cabeza
por su agujero, añorante de sal y de mareas, guindola de un
barco que nunca navegará por estos mares de olivares.
El agua está fría, honda, por aquí no cubre, vente aquí, que
por aquí no cubre. E intentas bucear para ver por dentro el
palo de eucalipto, con arpilleras y barro, que hace de
tapón, el que por las tardes quitan para regar los bancales
del melonar y de las tomateras. Ya se fue la bicha de agua.
Ya va cayendo la tarde. Los cuerpos salen del agua, con las
costillas señaladas como el viejo Cristo de una ermita,
tiritando de frío, con las yemas de los dedos arrugadas. Nos
cubren los cuerpos con toallas de color rosa, nos ponen
sobre los pies desnudos, fríos y ateridos, las sandalias de
material, y el agua que nos cae por las piernas va
devolviendo el lustre a la piel que puso amarillenta el
polvo del camino de la hora del Angelus.
Va cayendo la tarde sobre la sierra. Ahora es otro tren, el
ómnibus, el que baja por el Puerto, y los montes de la
sierra de Cazalla azules se ponen en la lejanía. Sobre el
horizonte, un refulgor rojizo de resoles:
—Anda que no ha tenido que hacer hoy calor en Sevilla...
Pero Sevilla está lejos, el colegio está lejos, los tranvías
están lejos. Todo está lejos. Lo único que está cerca es
este olor de la higuera, esas nueces que empiezan a
adivinarse en el nogal, estas moras que caen sobre la barda
de ladrillos y hacen manchas como la del tampón del
Instituto que puso «Aprobado» en la más reciente hoja del
libro escolar. Decididamente, a este Horacio de las albercas
no hay que traducirlo con el Diccionario Spes.
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