ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Las albercas

 ¿Por qué estaban siempre debajo de una higuera, debajo de un nogal, debajo de un moral del que caían las untosas nubecillas de las frutas, profundamente rojas, que teñían como de tinta de tampón del libro escolar la ladrillería del pretil? Sobre el paisaje horaciano de las umbrías de Galaroza, de Fuenteheridos, de Cazalla, de Castilblanco, de Guadalcanal, de Almonaster, aún están, frescas y profundas, las albercas en nuestra memoria. Nacimos al amor de los cuerpos en las albercas. Albercas quietas de regar huertas labrantías, remansos cubiertos de un limo que al llegar apartábamos con una vara de acebuche, para que empezaran a cruzar sus aguas velozmente, eléctricamente, aquellos insectos de altas patas como de araña y breve cuerpo, que sobre la lámina de la alberca andaban y cuyo nombre nunca acertamos a saber.
Aún estáis frescas en la memoria, albercas de la sierra. Es la siesta. Un tren suena a lo lejos, fatigosamente subiendo el Puerto, donde en septiembre despiden a la Virgen cuando vuelve a la ermita, ahora que ya no hay huidos. Suenan las chicharras entre los maizales, en los regueritos donde pronto frutecerán ya los granados. En la casilla del cortijo hay colgadas unas jaulas de pájaro perdiz que rompen el sueño con su jíquiri, jácara.
-—Niño, no te vayas a bañar todavía, que estás haciendo la digestión...
Qué soñolencia de esas mulas que vuelven de la era, con los costales de trigo amarrados con sogas a sus cargados serones. Qué soñolencia de esos pájaros altos que están piando en la rama última del nogal, si tuvieras una escopeta de plomillos, pum, pum; cuando apruebes la Reválida de Cuarto pedirás una escopeta de plomillos. Qué soñolencia sobre estos taburetes de corchas, que hemos sacado del cortijo, como sacaron el dornillo de nogal para majar el gazpacho.
Pero, ea, venga, que son las cinco ya. Ha pasado, azul y plateado, el avión altísimo que va camino de Canarias. Ya nos podemos bañar. Qué frío de honduras de arroyo, de pedregales de los regajos, el del agua de esta alberca. Allí en el rincón zigzaguea su repeluco verdinegro una bicha de agua. Del cortijo traen unas corchas para que las niñas chapoteen con los pies, conforme las van sosteniendo con las manos. Alguien sacó este neumático, con tantos parches rojizos, de negra goma, y le puso un tapón de manzanilla La Guita al racor de inflarlo, para que no os hiera la espalda cuando os tiráis desde el pretil intentando entrar de cabeza por su agujero, añorante de sal y de mareas, guindola de un barco que nunca navegará por estos mares de olivares.
El agua está fría, honda, por aquí no cubre, vente aquí, que por aquí no cubre. E intentas bucear para ver por dentro el palo de eucalipto, con arpilleras y barro, que hace de tapón, el que por las tardes quitan para regar los bancales del melonar y de las tomateras. Ya se fue la bicha de agua. Ya va cayendo la tarde. Los cuerpos salen del agua, con las costillas señaladas como el viejo Cristo de una ermita, tiritando de frío, con las yemas de los dedos arrugadas. Nos cubren los cuerpos con toallas de color rosa, nos ponen sobre los pies desnudos, fríos y ateridos, las sandalias de material, y el agua que nos cae por las piernas va devolviendo el lustre a la piel que puso amarillenta el polvo del camino de la hora del Angelus.
Va cayendo la tarde sobre la sierra. Ahora es otro tren, el ómnibus, el que baja por el Puerto, y los montes de la sierra de Cazalla azules se ponen en la lejanía. Sobre el horizonte, un refulgor rojizo de resoles:
—Anda que no ha tenido que hacer hoy calor en Sevilla...
Pero Sevilla está lejos, el colegio está lejos, los tranvías están lejos. Todo está lejos. Lo único que está cerca es este olor de la higuera, esas nueces que empiezan a adivinarse en el nogal, estas moras que caen sobre la barda de ladrillos y hacen manchas como la del tampón del Instituto que puso «Aprobado» en la más reciente hoja del libro escolar. Decididamente, a este Horacio de las albercas no hay que traducirlo con el Diccionario Spes.



 

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