Ya estábamos en
Segunda. Los tinerfeños disparaban cohetes, que sonaban
sobre el cielo de Heliópolis como si estuvieran pasando las
carretas de Dos Hermanas camino del Rocío. Todo estaba
perdido, menos la afición. Y fue entonces que el árbitro de
cuyo nombre no debo acordarme pitó el final del partido, que
se elevó el grito, la ola, el clamor, el sentimiento, lento
y solemne como una retirada honrosa, largo y emocionado como
un adiós: "Beeeeeetis, Beeeeeetis, Beeeeeetis". ¿Habrá que
decirles que me emocioné oyéndolo? No solamente me emocioné
oyéndolo, sino que me volví a emocionar cuando la otra
mañana se lo contaba a Rogelio, el hijo de Trifón:
--Mira, Rogelio, y cuando más fuerte sonaba el grito era
cuando el partido estaba ya perdido y estábamos en Segunda:
"Beeeeeetis, Beeeeeetis, Beeeeeetis".
Yo sé que a Rogelio se le pusieron los vellos de punta sin
que me lo dijera. Porque con el cuchillo de cortar jamón en
la mano, el honroso cetro que recibió, con el beticismo, de
su padre, me dijo:
-- ¡Eso es lo más grande del mundo…¡
Y me contó la historia de Trifón. A Trifón, que el Betis
tenga en la verde yerba de su gloria, le dio un ataque muy
malo al corazón y lo llevaron más muerto que vivo a la
clínica del Sagrado Corazón. Estaba allí el pobre Trifón con
una sonda nasal, con los cables del electrocardiograma, con
otra sonda hacia el estómago, con el suero puesto... Un
verdadero desastre clínico. Pero era domingo, y jugaba el
Betis con el Valencia, y fue entonces aquel paradón que el
mismo Kempes aplaudió. Y sonó el grito, "Beeeetis, Beeeetis,
Beeeetis". El montañés Trifón, medio en coma, lo oía, y no
sabía si es que estaba ya en la misma gloria. Y fue que le
preguntó al enfermero:
-- ¿Dónde estoy?
-- En la Clínica del Sagrado Corazón... -- Sí, yo sé que me
ha dado una cosa, y que me han traído muy malo, ¿pero dónde
está esto?
-- Pues junto al campo del Betis --le dijo el enfermero--,
mire usted…
Y descorriendo un visillo, Trifón pudo ver la tribuna de su
Betis en toda la plenitud de la gloria. Y no sólo recobró el
conocimiento con la alegría del sonido de victoria que
traían aquellos gritos, sino que aquella misma noche le
pudieron quitar el suero, la sonda y todas las gomas y los
cables. La cercanía de la gracia había sanado a Trifón. Digo
esto para demostrar algo que ha quedado claro en estos días
amargos del descenso a Segunda: al Betis le queda su
afición, sí, y al Betis le queda ni más ni menos que algo
tan grande como su propia mitología literaria, alimento de
la afición. Hay que ser fieles para dejar la playa un
domingo de julio, con la que estaba cayendo, y venir a
Heliópolis y, después de presenciar el mayor mitin que ha
pegado el equipo en los últimos dos o tres siglos, tener
todavía ánimos para, una vez terminado el partido, hacer la
protestación de fe que era ese grito largo, pausado, como un
coro trágico que acompañara a un personaje marcado por la
desgracia en su derrota y muerte: "Beeeetis, Beeeetis,
Beeeetis". A mí me sonaba aquel grito como el cántico de los
cristianos perseguidos en las catacumbas de la Segunda
División, pero con todo honor y toda gloria. Los gritos de
Heliópolis estaban volviendo a escribir el verso macho de
Miguel Hernández: "Como el toro me crezco en el castigo…"
Allí estaba el Betis, crecido en el castigo, un mito en pie,
una literatura de escritura automática. Vendrán, señores
béticos, tardes de gloria. No hay mal que cien años dure ni
Retamero que lo resista. Vendrán esos días. Esos días de
gloria están ya ganados desde las catacumbas, el calor de
fuego de aquel purgatorio del domingo de julio, donde Rommel
atacaba de nuevo en el desierto. Quien ante la adversidad
tiene esa fe en el grito colectivo, es que existe. El Betis
existe, pleno y honroso, que yo lo he oído el domingo, desde
las catacumbas de la calor. Tenemos afición. Tenemos
mitología. Porque sabemos que el Betis es una filosofía de
vida, un sentimiento trágico en esta tierra alegre... El
Betis es Bécquer puro, porque tiene "alegre la tristeza y
triste el vino".
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