ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


El ejemplo de Almonte

 La mágica cifra del siete nos llevó a muchos sevillanos a Almonte, para ver la procesión de la Virgen. De siete en siete años salía el Santo Entierro Grande y cada siete años va la Virgen a Almonte, y los sevillanos sabemos dar toda su importancia mágica al guarismo bíblico. De entrada, saber que puedes contemplar un hecho que inusualmente ocurre ya te sitúa ante el gozo de la rareza. El domingo en Almonte era como el sábado en Jerez, cuando se paró el reloj de la plaza a las siete en punto de la tarde porque un gitano estaba haciendo carteles de toros. En Almonte también se había parado el reloj. Cuando la Virgen sale, se para el tiempo.
--¿Cuándo sale la Virgen?
--Cuando quieran los almonteños...
--¿Y cuándo entra?
--Cuando los almonteños quieran...
El reloj de Almonte está allí, bajo la plata antigua y el manto que nos recuerda mañanas de la Virgen de los Reyes. El reloj de Almonte está debajo de las pardas camisas sudorosas, de los congestionados rostros, de los pelos alborotados. El reloj de Almonte tiene unas manecillas rítmicas, que son los extendidos brazos de un cura de sotana, al que han alzado a hombros delante de la Virgen. ¿No hay algo de Puerta del Príncipe en el cura rociero a hombros, manecillas del reloj sin tiempo de los almonteños sus dos brazos? Cuando Andalucía sueña la perfección de sus cánones de belleza, necesariamente tiene que alzar a hombros a alguien. Los aires de Roma andaluza son los que a hombros sacan al sumo sacerdote de la liturgia del templo del toreo; los que a hombros elevan al cura rociero, sotana llena del polvo del camino o del Chaparral, cuando la Virgen está en la calle, y sus manos son las manecillas del reloj sin tiempo que los almonteños llevan dentro del corazón.
Estaba Almonte blanco de portadas, de cadenetas, de flores de papel, de arcos de romero, de fingidas palmeras en las más humildes calles. La torre estaba colgada de verdes pendones, como una Giralda empequeñecida por el paso del tiempo, como escapada del libro de Farfán, como un grabado de Tortolero. Pasabas por las calles, blanco Almonte, y veías los arcos de triunfo y te recordaban los que villa antaño levantaba para recibir a sus Reyes. Era como una vuelta al siglo XIX y a los arcos triunfales que Sevilla levantaba para recibir a Isabel II. Almonte sigue levantando estos arcos de siete en siete años para despedir a su Reina de las Marismas, y algo hay de visita regia al Cazaderos de las Rocinas cuando por los caminos la llevan.
Estaba Almonte con los balcones colgados, con las calles enramadas, y barruntábamos que así debió de ser en Sevilla un día la carrera del Corpus. Todo cuanto de las arquitecturas efímeras tenemos en Sevilla que ver en los libros, en Almonte lo tenemos vivo, con la magia de los siete años. ¿Por qué, en vez de ir hasta allí para gozarnos de las costumbres de Andalucía, no restaurar estos usos sevillanos? No hablo del Rocío que ustedes conocen, que poco con Sevilla que ver tiene. Hablo del domingo del Almonte de arcos de papel, de cúpulas de madera, de medios puntos de purpurina. Hablo de un desconocido Rocío urbano donde no suenan las palmas, ni nadie canta, ni va la España del huecograbado en color a pintar la mona. Hablo de un pueblo orgulloso de su ser, altanero en su gozo, sabedor de que posee uno de los milenarios centros mágicos de Andalucía, que el domingo, como cada siete años, repitió el prodigio de sus arquitecturas efímeras. Para recordarnos a los sevillanos cómo debió ser la carrera del Corpus que perdimos.
Claro que para eso hay que tener muy centradas las manecillas del reloj sin tiempo y Sevilla anda con la brújula loca. Preguntas en Almonte y te dicen:
--Cuando los almonteños quieran...
Y es la otra cara de la indolencia de Sevilla. Los sevillanos nunca quieren nada... Si no fuera porque están marcadas por un reloj que siempre da las horas en punto, aquí ni siquiera saldrían esos dos símbolos de Sevilla que son las cruces de guía y los alguacilillos...
 

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