La mágica
cifra del siete nos llevó a muchos sevillanos a Almonte,
para ver la procesión de la Virgen. De siete en siete años
salía el Santo Entierro Grande y cada siete años va la
Virgen a Almonte, y los sevillanos sabemos dar toda su
importancia mágica al guarismo bíblico. De entrada, saber
que puedes contemplar un hecho que inusualmente ocurre ya te
sitúa ante el gozo de la rareza. El domingo en Almonte era
como el sábado en Jerez, cuando se paró el reloj de la plaza
a las siete en punto de la tarde porque un gitano estaba
haciendo carteles de toros. En Almonte también se había
parado el reloj. Cuando la Virgen sale, se para el tiempo.
--¿Cuándo sale la Virgen?
--Cuando quieran los almonteños...
--¿Y cuándo entra?
--Cuando los almonteños quieran...
El reloj de Almonte está allí, bajo la plata antigua y el
manto que nos recuerda mañanas de la Virgen de los Reyes. El
reloj de Almonte está debajo de las pardas camisas
sudorosas, de los congestionados rostros, de los pelos
alborotados. El reloj de Almonte tiene unas manecillas
rítmicas, que son los extendidos brazos de un cura de
sotana, al que han alzado a hombros delante de la Virgen.
¿No hay algo de Puerta del Príncipe en el cura rociero a
hombros, manecillas del reloj sin tiempo de los almonteños
sus dos brazos? Cuando Andalucía sueña la perfección de sus
cánones de belleza, necesariamente tiene que alzar a hombros
a alguien. Los aires de Roma andaluza son los que a hombros
sacan al sumo sacerdote de la liturgia del templo del toreo;
los que a hombros elevan al cura rociero, sotana llena del
polvo del camino o del Chaparral, cuando la Virgen está en
la calle, y sus manos son las manecillas del reloj sin
tiempo que los almonteños llevan dentro del corazón.
Estaba Almonte blanco de portadas, de cadenetas, de flores
de papel, de arcos de romero, de fingidas palmeras en las
más humildes calles. La torre estaba colgada de verdes
pendones, como una Giralda empequeñecida por el paso del
tiempo, como escapada del libro de Farfán, como un grabado
de Tortolero. Pasabas por las calles, blanco Almonte, y
veías los arcos de triunfo y te recordaban los que villa
antaño levantaba para recibir a sus Reyes. Era como una
vuelta al siglo XIX y a los arcos triunfales que Sevilla
levantaba para recibir a Isabel II. Almonte sigue levantando
estos arcos de siete en siete años para despedir a su Reina
de las Marismas, y algo hay de visita regia al Cazaderos de
las Rocinas cuando por los caminos la llevan.
Estaba Almonte con los balcones colgados, con las calles
enramadas, y barruntábamos que así debió de ser en Sevilla
un día la carrera del Corpus. Todo cuanto de las
arquitecturas efímeras tenemos en Sevilla que ver en los
libros, en Almonte lo tenemos vivo, con la magia de los
siete años. ¿Por qué, en vez de ir hasta allí para gozarnos
de las costumbres de Andalucía, no restaurar estos usos
sevillanos? No hablo del Rocío que ustedes conocen, que poco
con Sevilla que ver tiene. Hablo del domingo del Almonte de
arcos de papel, de cúpulas de madera, de medios puntos de
purpurina. Hablo de un desconocido Rocío urbano donde no
suenan las palmas, ni nadie canta, ni va la España del
huecograbado en color a pintar la mona. Hablo de un pueblo
orgulloso de su ser, altanero en su gozo, sabedor de que
posee uno de los milenarios centros mágicos de Andalucía,
que el domingo, como cada siete años, repitió el prodigio de
sus arquitecturas efímeras. Para recordarnos a los
sevillanos cómo debió ser la carrera del Corpus que
perdimos.
Claro que para eso hay que tener muy centradas las
manecillas del reloj sin tiempo y Sevilla anda con la
brújula loca. Preguntas en Almonte y te dicen:
--Cuando los almonteños quieran...
Y es la otra cara de la indolencia de Sevilla. Los
sevillanos nunca quieren nada... Si no fuera porque están
marcadas por un reloj que siempre da las horas en punto,
aquí ni siquiera saldrían esos dos símbolos de Sevilla que
son las cruces de guía y los alguacilillos...
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