Días
faltaban sólo para que el Cachorro volviera a expirar a la
altura exacta del puente de Triana, que muriendo va en el
madero trianero, pero que donde le empieza a faltar el aire,
y la muerte le llega, es cuando deja el barrio. Que de
Triana, del humo de los alfares y de los tejares de la Vega,
sale un Cristo vivo y a Sevilla le llega muerto, después de
haber caminado otra vez sobre las aguas de areneros y gente
de la sirga, de camaroneros y carpinteros de ribera, de
valentones de la colla y gallegos del muelle de la sal.
Días faltaban sólo para que Triana volviera a Triana, a la
certeza común de la memoria, esa mañana de globos y lepantos
en el Altozano cuando vuelve la Esperanza a la que el aire
le sigue cantando una saeta del Pópulo. Días faltaban sólo
para que el que en Pureza vivía, a hablar volviera con uno
que estaba de dependiente con los Alés, en la calle
Castilla. Días faltaban para que al sombrero de Astolfi se
le escapara una lágrima rociera en el Altozano, y para que
todos, en la mañana de la Esperanza, hicieran trianera
profesión de esa fe que da el haber sido bautizados en la
pila de Señora Santana.
Si Sevilla estallaba en azahar aquellos días, Triana cogía
el ancla de los puertos que la hace tan marinera cuando
llega la Semana Santa y de una banda a otra del río de nuevo
tiende el puente de barcas a la mareíta de gente, guapa,
guapa, guapa, camino de Sevilla detrás de la Esperanza.
Y fue que un hombre de Triana, a solas con la vida, que todo
en ella lo había sido y que la muerte acercarse veía, tuvo
un arrebato que, como los remolinos del río que se llevaban
la flor de los muchachos ahogados, a él también se lo llevó,
cuando estaba lejos del barrio, en el silencio de la tarde
que caía en un cortijo. Mucho se ha hablado en Triana de la
tarde que expiró el gitano aquel al que Cachorro llamaban y
que a un escultor inspiró para hacer trianero a Cristo; tan
trianero, que en cuanto deja el barrio le falta el aire y
muere. Pero poco se ha hablado de esta otra muerte trianera,
de un hombre que todo lo tenía, y que todo lo había sido; un
hombre que creció en un corral de la calle Castilla y al que
una tarde, como al Cachorro, el aire del barrio le faltó y
buscó la muerte.
Y fue que los viejos trianeros que de niños habían sido
monagos en Santa Ana y que ahora estaban en el cielo de
aprendices de San Pedro, que talmente les parecía don José
Arroyo Cera, vieron llegar a aquel hombre, que del barrio
conocían. Desde las barandillas de la gloria trianera habían
visto un cortijo, y una pistola, y la rebelión del ángel que
tanta belleza había creado sobre el albero. San Pedro, que
también lo había visto, les dijo a los antiguos monagos:
-- Niños, a ese vecino vuestro no lo vais a poder dejar
entrar...
Pero los monagos, sinvergonzones y fisgones como el oficio
obligaba, habían quincado que aquel hombre, en la soledad
del cortijo y la pistola, tenía la papeleta de sitio del
Cachorro. Y uno de ellos, que de chico había querido ser
novillero, en el Altozano de la gloria fue y le dijo:
-- Déme usted la papeleta de sitio, maestro, que esto se lo
arreglo yo: lo que trae usted ahí es como una entrada de
oficio...
Y fue el monaguillo sinvergonzón y le enseñó la papeleta de
sitio del Cachorro a San Pedro. Y San Pedro, en viéndola, lo
dejó entrar, y en una manigueta del Cachorro lo dejó ya para
siempre, eternamente en la calle Castilla. En aquella
papeleta de sitio venía su nombre: Juan Belmonte.
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