En un momento
de la tarde calurosa, cuando el pueblo estaba durmiendo la
siesta y callaba todo el campo, menos el goteo sonoro de las
chicharras, las campanas de la torre de la parroquia
empezaban a tocar a rebato. Todos sabían qué sucedía, todos
salían en camisetas de tirantas o en blusas de pijama a la
puerta de la calle. Alguna mujer de luto aparecía siempre
tras la persiana que entornaba la reja de aquella esquina.
Las voces recorrían el pueblo, rompiendo lo que instantes
antes había sido el imperio del silencio y del sopor:
--- Que está ardiendo la sierra...
Había siempre un enterado, que solía ser el que se pasaba
las horas muertas en la biblioteca del casino leyendo los
tomos del Espasa, entre poeta y músico de alto violín en
balcones de la noche, que decía:
-- Eso ha tenido que ser una chispa del tren...
Y una voz femenina, entre golpes de pecho del
arrepentimiento de un abanico, sentenciaba sobre el
enterado:
-- ¡ Claro, con esta calor...¡
Salíamos a un lugar abierto y sobre la mancha azulenca de
los lejanos olivares, encinares, alcornocales, veíamos la
negra humareda que el viento calino llevaba. Nosotros, que
no estábamos enterados, ni leíamos el Espasa en la
biblioteca del casino, sino que éramos unos niños de cine de
verano con muchos cartuchitos de dos reales de pipas, lo que
oíamos decir siempre era también lo mismo:
--- Fíjate, nota, como las señales de humo que hacen los
indios en las películas...
Luego, cuando íbamos a la plaza, no sabemos cómo, ni
convocados por quién, ni de qué cocheras, pero siempre
habían salido unos camiones. Unos guardias municipales
trataban de imponer un orden que no hacía falta ninguna, que
el pueblo se bastaba solo. Subían los hombres a los
camiones, todo el pueblo, con ramas de lentisco en las
manos, con azadones, con palas... ¿De dónde habían salido en
tan pocos instantes tantos hombres, con sus pantalones de
pana, con sus chambras de patén, con sus sombreros de palma,
que andando el tiempo, en la memoria, habrían de recordarnos
los camiones voluntarios de milicianos que acudían hacia las
sierras en llamas de la guerra civil?
La sierra seguía en llamas, ascendía cada vez más lenta y
más densa, más pastosa, aquella negra nube lejana, sobre el
horizonte azulenco de los últimos montes de alcornocales y
olivos. Los camiones iban saliendo del pueblo, sin miedo, en
una rutinaria cercanía del fuego, como una ceremonia de la
normalidad. El más picardeado de la pandilla, el que primero
había empezado a contar chistes verdes, siempre nos decía:
-- Es que si los hombres no quieren ir a apagar el fuego,
viene la Guardia Civil y los saca de las tabernas a
culatazos... Otra vez yo vi que iba uno con la cara
chorreando sangre, pero iba...
El pueblo quedaba desoladamente desierto. Por las azoteas,
por las barandas de los patinillos, cien ojos de niños y de
mujeres seguían mirando aquella nube negra. De alguna cómoda
salía un anteojo extraño, dorado y marino, que estuvo en
Cuba o unos prismáticos que anduvieron en muchas monterías,
y alguien daba precisa noticia de cómo el fuego no avanzaba,
que los camiones ya habían llegado.
Y ya era siempre de noche, o al otro día, cuando de aquella
lejana sierra de la chispa del tren, o de las señales de
humo de los indios y combois del cine de verano, volvían los
camiones de aquellos hombres que habían apagado el fuego.
Saltaban, deshechos, de la caja del camión, entre gritos.
Las campanas ya callaban, hasta que fuera la hora del toque
de ánimas, o del ángelus. Traían negras y rotas las camisas,
manchadas de tiznones las caras, cansadas las palas, las
espiochas. Las ramas de retama habían quedado en aquel
lejano horizonte azulenco, con un indeleble olor a rastrojos
quemados en la memoria, que me ha venido ahora hasta el
escritorio cuando las hojas de los periódicos han traído el
sonido de las campanas de Andalucía tocando a rebato otra
vez por el fuego de las sierras...
|