Flores, muchas
flores. Voy al anaquel donde guardo las cintas de casés de
las nostalgias y los recuerdos, del Angelillo del frente de
Teruel, de la murga de Manolín, de la corneta del brigada
Rafael, de los campanilleros de Bormujos, de Pepe el Limpio,
y cuando cojo la única grabación que hizo Leal de Camas me
salen sus flores. Yo tengo ahora delante, lector, la
fotografía de Leal que viene en la carpetilla de esa cinta.
Leal entre flores. Lleva su pamela. Era, en verdad, un
sombrero de palma de segador, con ribetes azules de Calle
Real. Pero lo llevaba transformado en pamela, por obra y
gracia, cuánta gracia, de los sacanovios, aquellas flores
coloreadas y plumas con fuchina que los rocianos se ponían
en el sombrero de palma en la confusión de lenguas del
Pentecostés marismeño. Lleva Leal de Camas planchadísima y
limpísima camisa celeste a modo de guayabera cubana; le
cruza el pecho un como cordón de gala de oficial de
Infantería, trenzado en colores amarillos, rojos y marrones,
que sostiene a la altura de la cintura una breve cartera. Y
hay un fondo de más flores, macetas colgadas de las paredes,
puestas con hierros de balcón en una reja, en el suelo. Leal
entre flores. Está mirando a la cámara. Tiene un gesto
evidentemente romano. No se puede vivir en Camas sin acabar
pareciéndose a la estatuaria de Itálica. ¿O me recuerda a
Paco el Campanero? Sí, lleva Leal en la pamela los mismos
sacanovios que se ponía Paco el Campanero cuando cogía sus
zahones, su alforja, su chaquetilla blanca, sus botos y sus
coplas y se iba detrás del Simpecado de Triana.
Y cuando pongo la casé de Leal en el escritorio, siguen
sonando las flores. María la Morena ya ha puesto un potaje,
y Leal nos anuncia, ángel rebelde de los mercados, que le
han salido duros. Van en su copla los jinetes de Triana con
gracia y garbo, los claveles que se tiran al pozo, el
aguardiente de las mañanas, las dianas de los tamboriles, el
sol de mayo que llega hasta la ermita, los casamientos de
los enanos para hartarse de reír, los nacimientos en la
Cava, las amapolas tan encarnadas, los azules de rejas, las
carretas blancas entre los pinos, ¿quién te lo ha dicho?,
quién tal dijera, anda que eres, mira qué talle, no haced
ruido, carreterito nuevo, leguas y leguas. Son las flores de
las sevillanas de la pamela de Leal hecha copla.
Yo ahora, lector, mientras suenan las coplas de Leal, con
aquella su voz que él decía que era de canasta cascada, dejo
escurrir el agua del tiempo a través de aquellos mimbres de
la canasta de su cante. Leal está rifando una medalla de la
Virgen del Rocío. Lleva un canasto al brazo y un talonario
de papeletas en la otra mano. Está en un mercado. Va
diciendo picardías y requiebros a todas la mujeres que se
encuentra. Va diciendo piropos, que son flores del deseo, a
todos los muchachos que pasan. Su escurrido trasero que va
bamboleando como la popa de un bergantín que buscara el
arrimo al Puerto Camaronero. Tenía una cinturita que se
parecía al clavel de sus coplas, cómo la movía, flor
imposible del amor oscuro, en el riá, pitá de sus palillos,
cuando detrás de su carreta iba un moreno y era tan alta la
nave de su Marina y todos los marineritos tenían morena la
cara en las flores locas, locas de sus tonadas.
Yo ahora, lector, abro el portalón de un patio en la calle
Castilla para montar una ya imposible carreta del Rocío. Una
carreta de coplas. Sentado en la delantera, orondo como un
Buda, va El Pali. Lleva colgada una medalla sobre su camisa
desabrochada y le brilla el aguardiente de la calle Aduana
detrás de los cristales de culo de vaso de sus gafas.
Delante, junto a la jiala del carretero, va Paco el
Campanero. Va repartiendo estampas con versos, que va
cantando con voz de campana de alba, menudo, aniñado.
Detrás, rifando pollos y medallas, Imperios Romanos y
Pastorcitos Divinos, viene Leal de Camas con su pamela de
los sacanovios, con su cascada voz de canasta, dibujando
garbo de jinetes y gracia de marineros. Del portalón del
patio de la calle Castilla ya está saliendo la imposible
carreta de los emperadores romanos de las sevillanas. Enfila
el Patrocinio, sube la Cuesta de Castilleja, y a recibirla
salen cien talles equívocos con su inequívoco riá, pitá.
Porque hoy, lector, le he comprado una papeleta a Leal de
Camas y me ha tocado la rifa del cordón de oro del recuerdo.
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