A
Santiago Castelo
Desde la Grecia clásica andan los matemáticos enfrascados
con la cuadratura del círculo. Problema tan irresoluble que
nadie ha logrado la cuadratura del Círculo de la Amistad de
Córdoba, del Círculo Ecuestre de Barcelona, del Círculo de
Labradores de Sevilla o del Círculo de Lectores de José
Manuel Lara. Parecía que con el desembarco de la progresía
polanquista iba a resolverse la cuadratura del Círculo de
Bellas Artes, pero tampoco. Hasta que llegó la nueva cocina
española y de un plumazo resolvió el problema. ¿Cómo, con
qué fórmula, raíz cuadrada o número pi? Con ninguna. Con
matemáticos de españolísimas tierras, las Vascongadaso
Cataluña, cual Juan María Arzak o Fernando Adriá, y a base
de loza. Estas grandes lumbreras refulgentes de las
matemáticas y la geometría resolvieron un problema de siglos
al crear algo indispensable para la camelancia de la nueva
cocina y de sus correspondientes estocadas hasta la bola a
la hora de la factura: hicieron cuadrado el plato redondo de
toda la vida. Hasta la llegada de estos monstruos y desde la
invención de la rueda, todos los platos, como la luna llena
y como el ruedo de las plazas de toros, eran redondos. El
plato redondo, como ustedes bien saben, no es nada creativo.
Con un plato redondo difícilmente le puedes cobrar a un tío
200 euros por una mierda merengada sobre un lecho de finas
hierbas del huerto de su puñetera abuela y una reducción
jesuítica del Paraguay. Una mierda así de chica, hay que
precisar. Presentada sobre un plato cuadrado, la mierda de
la nueva cocina se convierte en una obra de arte,
cumpliendo, además, con su teorema de que el precio es
inversamente proporcional al tamaño, raciones ridículas de
pequeñas y precios que ni te cuento.
Resuelta la cuadratura del círculo con la invención del
plato cuadrado, los creadores de la cocina, como pequeños
dioses que son en su paraíso de atracos a la cartera de los
comensales, vieron que no es bueno que el plato redondo esté
solo. Y entonces crearon su segunda obra magna: el camarero
vestido de negro. De luto riguroso, de la cabeza a los pies,
como Felipe IV en el soneto de Manuel Machado. El camarero
vestido de blanco, con limpia chaquetilla, era una
ordinariez incompatible con la filosofía de la nueva cocina.
Observaron estos genios que con un camarero vestido de
blanco, los clientes que habían hecho reserva de mesa dos
años antes se creían que estaban en una de las cien mil
simpáticas variedades de Casa Paco que hay en España, o en
mi querida Venta Los Pacos de la Milla de Oro de Marbella,
y, claro, no juntaban las manos convenientemente para que,
enseñando la muerte de la tarjeta de crédito, les pudieran
pegar la estocada hasta los gavilanes.
Agradezco profundamente a estos grandísimos creadores de la
camelancia gastronómica su cuadratura del círculo mediante
el plato cuadrado y el luto que guardan a Brillat-Savarin
con sus camareros de negro riguroso. Gracias a ellos he
podido redactar mi Guía Michelín particular. No, no otorgo
estrellas. Mi Guía Michelín simplemente ofrece al cliente
los elementos para que distinga dónde le toman el pelo y
dónde no. Mi Guía Michelín divide a los restaurantes en dos
grandes grupos: los de platos cuadrados y camareros vestidos
de negro; y los de los platos redondos de toda la vida y
camareros vestidos de impoluto blanco como siempre, para que
se vean las lámparas. Mi Guía Michelín recomienda siempre
los restaurantes del segundo grupo. Ahora, que si usted
quiere meterse en uno del primero, allá usted y su tarjeta
de crédito, de la estocada que le van a pegar por la
camelancia, Y se encontrará, además, que en los baños, tanto
los lavabos como los váteres son también siempre cuadrados.
Vamos, como los platos donde sirven el camelo de esas
absurdas mierdas preparadísimas y carísimas.
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