ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Las alhajas de la Virgen

Quedan por Sevilla callejoncitos y barreduelas absolutamente medievales. Callejuelas sin salida como arrancadas de la copla de Juanita Reina, donde hasta los desconchones y caliches son hermosos, reino de la humedad y la verdina, del silencio roto por el reloj de una ignota torre que da la hora. Yo evoco ahora esos callejones de la antigua Judería de San Bartolomé, que es el Barrio de Santa Cruz auténtico y verdadero, no el que el Marqués de Vega Inclán se inventó en vísperas de la Exposición del 29 como la Sevilla de cañí decorado teatral que los forasteros habían visto en las obras de los Quintero y buscaban encontrar en nuestra ciudad, no la estricta observancia de la cal, la calamocha, los zaguanes oscuros, el rebellín de una esquina oliendo a Repartimiento fernandino... Hasta en el centro existen estos callejoncitos. En plena calle Sierpes está Azofaifo, en cuya memoria queda su antiguo e ilustre olor a pollo asado, una calle que no va a ninguna parte. O bueno, sí que va: a la memoria más honda de la ciudad. Y luego, en la misma Sierpes, en la esquina donde estaba Casa Damas, otro callejoncito de misterio y estrecheces, de oscuridades maravillosas, de la sorpresa, oh, de entrar y llegar por allí a la calle Cuna.

Si medieval es el viario sevillano que describo, hay dos de estos enclaves anclados en la Historia que tienen de medievales además hasta sendos talleres de artesanos, como gremiales. Junto a la calle Sagasta, la barreduela de Monardes, donde se ha parado el tiempo en el taller de relojero de Ramiro. Parece que ese reloj de pared que están reparando va a darte una hora no de ahora, sino del siglo XIX, con su tic tac que detiene el tiempo, como una Foto Finish de la Sevilla que se fue. Y el otro trozo vivo de la Sevilla medieval, en el Callejón de Oropesa, donde estaba el Corral de los Gallegos y nosotros conocimos el prodigio del como británico y refinadísimo almacén de papelería de Liñero, templo de los sobres para escribir a las novias y de los pliegos de chino papel de seda para envolver en las cómodas de caoba los mantones de Manila. En el secreto e íntimo Callejón de Oropesa hay un taller medieval que vale su peso en oro. Es el taller de joyería del maestro José María Arenas, pequeño y definitivo como los tres versos de una soleá. Un taller gremial, que parece escapado de un cuadro de la escuela flamenca. Y allí, el maestro Arenas, como uno de los personajes de "El trabajo gustoso" de Juan Ramón Jiménez. Si Juan Ramón hubiera conocido al maestro joyero de Oropesa, seguro que le habría dedicado un capítulo, como al jardinero de Triana enamorado de la hortensia que sus manos cuidaron, como al mecánico malagueño. Para el joyero de Oropesa, el trabajo gustoso no es una maldición bíblica, sino como una afición que le da de comer:

-- Mire usted, a mi me gusta tanto mi oficio que muchos domingos, cuando estoy en mi casa, pienso en alguna pieza que estoy haciendo y me vengo para acá para rematarla.

Como el juanramoniano jardinero de Triana cuidaba su hortensia, el maestro joyero de Oropesa me enseña las fotos del rosario que le hizo a La Estrella y que la Virgen lleva en el paso. Y me enseña la cruz de la aureola de la Virgen de las Aguas. Ni Boucheron ni Cartier, ni Fabergé ni Rosenthal alcanzaron la gloria del maestro Arenas en su medieval tallercito del callejón de Oropesa: ser joyeros de la Virgen. En estos días, al ver pasar a la Madre de Dios con escogidas alhajas en su tocado, pienso en el maestro Arenas y en todos los joyeros que hicieron esas alhajas que lucen las Vírgenes. Hay muchas formas de oración. Las Vírgenes llevan la oración de las joyas que les regalaron sus devotos y encargaron para Ellas. Se lo pidieron a la Virgen y le agradecieron su Mediación con esa alhaja que ahora lleva la imagen. Yo he visto cómo, enamorado de su oficio, el maestro del callejoncito de Oropesa sigue componiendo delicadas oraciones en forma de joyas que se ofrendan a la Virgen para que las luzca bajo un palio. Como se regala una alhaja a una mujer amada.

 

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