ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 22 de julio de 2016               
                             
 

Aquella Alicantina

Definitivamente, como el tiempo en el rotundo verso final de la "Epístola Moral a Fabio", Sevilla está muriendo en nuestros brazos. Una Sevilla que ya no existe, Paco Robles, y que seguimos inventado y a veces viviendo los que aún recordamos los cielos que perdimos, asesinados por las torres pellis, las setas y otros males y epidemias del siglo. En nuestra ciudad, últimamente, todo lo que entendemos por Sevilla está cerrando. Por hablar sólo de los comercios, cerró la Joyería Ruiz en Sierpes. Cerró Félix Pozo, en esa parte de O`Donnell donde las cruces de guía de las cofradías de Triana sufren los parones para entrar en La Campana. En Sagasta cerró Torner, relojero oficial de la ciudad, como un símbolo de que ya no son necesarios aquellos relojes, porque vivimos otro tiempo. Cerró la Cerería del Salvador. Cerró El Puesto de los Monos. Cerró el puesto de calentitos del Postigo. Por cerrar, cierran hasta franquicias abiertas ayer por la mañana, que duran menos que Pachi López en la presidencia del Congreso de los Diputados.

 

Y ahora, cierra La Alicantina. Lo traduzco al lenguaje sentimental de la memoria. Han cerrado las gambas a la plancha. Han cerrado los champiñones a la plancha, convocados por su mote: "¡Que sea una más de champis!". Ha cerrado la que en tiempos fue su gloriosa ensaladilla, la que mejor rimaba con Sevilla, la más eximia y excelsa, a la que ahora los del Observatorio de la Ensaladilla Rusa (ODER) le habrían dado "summa cum laude". Sigo con la traducción: han cerrado los azulejos de la cacería de liebres del anuncio del fino Maestro Sierra. Han cerrado los paños de azulejos de la Cruzcampo con un Gambrinus barrigón, antes de que fuera a la Buchinger del márquetin de la delgadez. Por cierto: si La Carbonería ha sido declarada Bien de Interés Etnológico, ¿no lo van a ser estos históricos y mollatosos retablos cerámicos de La Alicantina, de mucho mayor mérito? Porque si coge el traspaso de La Alicantina quien yo sé y me temo, aquello lo destrozará como se cargó el Laredo diseñado por el pintor Juan Miguel Sánchez.

 

¿Qué Alicantina ha cerrado? Para mí La Alicantina verdadera murió el mismo día que la dejó de llevar la familia de Manuel Postigo. Aquello ya era otra cosa. Era un bar para guiris, digno de la Cuesta del Bacalao. Los sevillanos ya no íbamos. No había ya camareros presurosos que, entre la plancha y la barra, te recitaran las obras completas de la ensaladilla, las bocas de la Isla, las gambas a la plancha y los champis. Un camarero malaje de los que le gustan a Eusebio León te largaba una lista plastificada y si te sentabas en un velador y pedías una tapita de la ex ensaladilla, te pegaba la bronca, con muy malas pulgas: "Aquí sólo se sirven raciones".

 

La Alicantina la abrió en 1922 como horchatería un valenciano, don Ricardo Talens Andreu, quien luego habría de cederle el cetro de la horchata a Fillol, en Sierpes y en la Avenida, convirtiendo el local en cervecería. En 1963 tomó el traspaso Manolo Postigo, el único sevillano nacido en la enfermería de la plaza de los toros. Su madre estaba fuera de cuentas viendo una corrida, rompió aguas, la llevaron a la enfermería y allí nació el Rey de las Gambas a la Plancha que fue Postigo. Un señor. Sevillanísimo. A su muerte, continuó el negocio su viuda, Teresa Pérez, una gran señora que, harta de coles, lo cedió a los que ahora han pegado el cerrojazo.

 

Para mí, repito, La Alicantina cerró hace muchos años. Aquella legendaria y refinada Alicantina, la gran marisquería de Sevilla, antes de que Emilio despegara desde su rinconcito de Los Corales. La del comedor en el piso principal, donde Juan Valderrama y Pepe Marchena están retratados para la Historia con Curro Romero. Aquella Alicantina donde, tras rezarle a su Señor de Pasión, recalaba la Condesa de Barcelona y Eduardo León Manjón la convidaba a su copita (o dos) de Solera 1847 y su ración (o dos) de ostras. La Alicantina de los veladores justos, media docena, en la acera, junto a Martínez Montañés. La Epístola Moral remata: "Antes que el tiempo muera en nuestros brazos". Sevilla es como una Pietá del mármol de Carrara de los capiteles de la moña de un patio, que se está viendo morir a sí misma en sus propios brazos.

 

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