ANTONIO BURGOS | ANTOLOGÍA DEL RECUADRO


 

El Mundo de Andalucía,  26 de mayo de 1997
                             
 
Curro el de Andrea

El río, como un toro pastueño de agua, bajaba lento por la orilla de juncos y cañaverales desde donde se veían las alturas del cerro de Santa Brígida, la lejana silueta del Monumento de San Juan, la Trocha por donde bajaban canastos con tortas de Castilleja hacia el tranvía de La Pañoleta. Orilla de la cal del cortijo de Gambogaz. Los tinajones de las vacas, las zajurdas de los cochinos. El carro blanco de la mula torda con el que el lechero cogía todas las mañanas el camino de Sevilla, y pasaba junto al Puente de Tablas, a repartir las cántaras de sonoro metal por los despachos de pan y tortas.

En Gambogaz ha habido días antes un revuelo de coches que llegaban en la madrugada y de luces que no se apagaban en el cortijo. En Gambogaz, aquella mañana en que, como había anunciado, tembló la tierra, había muerto Queipo de Llano. Aquella mañana en que tembló la tierra, hay un zagal que cuida las vacas. Es un muchacho de Camas, espigado, moreno, con una cintura como el junco que ve pasar en la orilla el toro pastueño del río. En Gambogaz trabaja de zagal Curro el de Andrea. La tierra en la lejana cercanía de la ciudad. Almohaza y el pienso en los tinajones, y un fondo de ciudad lejana, donde se recorta la Giralda, la espadaña de San Clemente, una torre de los Perdigones que parece del chocolate que el zagal no tiene para la merienda de castañas, de triste infancia sin juegos. Por las tardes, cuando sopla el solano, el perfil del aire de la ciudad trae el sonido de las campanas de la Giralda. Otras tardes, también cuando sopla el viento que peina los trigales, en Gambogaz se oyen los óles de la plaza de los toros. Curro el de Andrea, con la almohaza de tener las vacas tan limpias, sueña que algún día esos óles se los dirán a él, siempre a la orilla del río, en una plaza de cal y almagra que tiene el albero en barbecho, esperando que florezca un sueño con forma de una cintura con el capote y un pecho dando frente al toro con la muleta en la izquierda, despacio, siempre despacio, como el río.

Y ha pasado el tiempo y el viento de los olés se lo ha dicho ya a Fernández Conradi, que tiene ahora en su botica de mancebo al zagal de Gambogaz, y el boticario de Camas se lo ha dicho a Brageli, y Brageli se lo ha dicho a Rafael el Gallo, y Rafael el Gallo se lo ha dicho a Belmonte, y Belmonte se lo ha dicho a don Luis Bollaín, y don Luis Bollaín se lo ha dicho a su hijo, y su hijo me lo ha dicho a mí, que hoy tenemos que ir a los toros, porque como Mondeño está con el pie como el escaparate de la ortopedia de Pedro Jiménez, va a sustituirlo Curro el de Andrea. Y la tarde se ha metido en agua y la historia se ha metido en arte. Y estamos allí arriba, en la grada del 3, soñando lo que vemos ahí abajo, unos tobillos descalzos que se asientan en el albero, y en el barbecho regado por la lluvia florecen ahora aquellos sueños que el viento de levante traía hasta el cortijo en forma de óles. Y ahora vienen dos molinetes. Unos dicen que son de Cagancho y otros que de Reverte. Y todo lento, lentitud del río entre los juncos. Y todo hondo, oliendo a cortijo dentro de la ciudad. Sigue lloviendo y sigue floreciendo el romero del chiquillo de Andrea. Y siguen los tobillos descalzos de las medias rosas y el vestido crema asentados en el albero como un sueño de niño triste y pobre de Gambogaz. Estamos viendo lo que nunca hemos visto, porque se está haciendo verdad un deseo. Aquel zagal de los tinajones de vacas, de los mandados de la botica de Conradi, de la bicicleta de los tentaderos de Brageli, de la plaza de La Pañoleta donde puso más dulce el vino moscatel de Gaviño, le ha cortado las dos orejas a un novillo de Benítez Cubero y lo sacan ahora a hombros por la calle Antonia Díaz, con el mayoral al lado, para que no nos olvidemos del campo tartésico que trajo a Sevilla una tarde de lluvia y de campanas. Por primera vez hemos salido de la plaza toreando. Cuando la lluvia llevaba estos olés a Gambogaz, no había ya un zagal que los oyera entre las vacas. Ese zagal va hoy a hombros por El Arenal y yo lo sigo viendo. Hay veces en que cuarenta años son también un sueño nuevo en la lentitud del río de la belleza antigua.

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