¿Cuántas Sevillas hay? Quizá tantas como verdades. Mi Sevilla no, tu Sevilla, hay que decir con Antonio Machado en esta constante búsqueda de la verdad en forma de ciudad, en forma de tiempo perdido, en forma de futuro adivinado. ¿Es Sevilla como Jano, que tiene dos caras, lo sevillano y lo hispalense, Sevilla y Triana, lo universal y lo local? ¿O nos estamos inventando Sevilla a cada paso? ¿O no es acaso Sevilla un ente de ficción, un sueño, que nos acabamos de creer cuando vemos que alguien también tuvo la misma figuración?

Por eso Cernuda es para muchos de nosotros una forma de la constante pregunta sobre Sevilla, del manto de Penélope, de la dorada piedra de Sísifo. Buena aguja para marear Sevilla es la cita inicial de Ocnos, la referencia de Goethe: «Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces, ¿a qué se dedicaría?». Aquí siempre estamos trenzando los juncos que se comen los asnos, Sevilla a veces es como una estatua de sal.

Son días estos de junio en que Cernuda está más presente en la ciudad, como un dios antiguo escapado de sus propios versos, como el torso de un muchacho desnudo bañándose en La Barqueta, como un pregón en las sombras, como una voz de seise, entre seguidilla y minué. Son los días en que está en flor un secreto árbol de Sevilla, el magnolio. Que nos han dicho y repetido que Sevilla es ciudad de naranjos y de primavera anticipada. Pero hemos perdido, porque se han comido los asnos los juncos que trenzó Ocnos; pero hemos perdido el paraíso de la Sevilla del temprano verano de las jacarandas, de las buganvillas, de las blancas acacias. O, ahora, del magnolio en flor.

El magnolio de Cernuda estaba en una calle estrecha, cuyos muros podía tocar con ambos brazos quien fuera por en medio de ella. ¿Pero hay sólo un magnolio de Luis Cernuda en Sevilla? ¿No son acaso todos los magnolios de Sevilla el secreto monumento a Luis Cernuda, que nunca inauguraremos, sobre el que nadie nunca se atreverá a dar un discurso tan solemne como vacío? No, no hay que poner monumentos ni placas ni bronces ni piedras a Cernuda. Los magnolios, cada mes de junio, como la voz de un seise, le dan su homenaje, «con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores». En estos magnolios, como en Ocnos, se cifra la imagen de la vida, algo más que una hermosa realidad. Un florecer sin testigos, como sacrificio inaceptado ante el altar de un oscuro dios urbano y aburrido de ser tan bello.

El magnolio de Cernuda estaba en una calle estrecha, pero hay otro que al cronista le parece más cernudiano, junto al ruiseñor y la piedra: el magnolio de la esquina de la Catedral, frente a la Casa Lonja. Es para irse allí, olvidarse que estuvo un día el bronce de Martínez Montañés, intruso en el paraíso, con «La realidad y el deseo» en la mano, e iniciar la lectura, andando, escuchando la ciudad, para entrarse luego en la sombra fresca de la Catedral, a la hora del baile de seises. Ese magnolio de la esquina de la Lonja, ahora en flor, parece como arrancado del poema «Atardecer en la Catedral»: «Como un sueño de piedra, de música callada, desde la flecha erguida de la torre hasta la lonja de anchas losas grises, la catedral estática aparece.. ».

No buscad piedras ni monumentos para Cernuda. Cernuda tiene ya su monumento, panteísmo de un dios antiguo, en las tiendecillas de la plaza del Pan, o en las esquinas del vicio, o en la luz de junio. O en ese magnolio ahora en flor. Junto al atardecer en la Catedral.

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