ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 10 de septiembre de 2018
                               
 

Vendedor de paloduz

Si como en la calle Francos o en El Salvador aquí se oyeran las campanadas del reloj de la Giralda y el del Ayuntamiento, habríamos escuchado que acaban de dar las 6. Estamos en La Campana. Ante un edificio que tiene dos nombres. Por Semana Santa, a esta esquina la llaman la de El Ocaso, como esperando al Sábado Santo, cuando todos los fotógrafos quieren sacar a la Canina Sublime con el fondo del rótulo del seguro de los muertos. El resto del año este edificio es Zara y sus extraños escaparates. Y cuando dan las 6, a su puerta llega nuestro hombre y se planta junto a una farola fernandina con la impidimenta que trae.

Es un señor como con planta de hombre del campo. Su estatura, como de la cuadrilla de Los Ratones del capataz Rafael Franco, que contempla a lo lejos la escena desde los azulejos que dan su nombre a la vieja calle Carpio. Nuestro hombre tiene como unos sesenta años. Cuando llega, parece que baja a alguna playa andaluza, por la carga que trae. La va poniendo en su sitio de todas las tardes, parsimoniosamente, despacio, en el juanramoniano trabajo bien hecho y con amor. Abre una mesa de camping. Luego, un banquillo plegable. Pone junto a ellos una bolsa de deportes y una mochila escolar. Abre la bolsa de deportes. Saca un mantel como de merendola de jira campestre, a cuadros azules y blancos. Con el mimo de un sacerdote con los corporales de la misa, extiende el mantel sobre la mesita. De la bolsa de deportes saca luego otra de plástico de Mercadona. La abre y va descubriendo su preciosa mercancía: los rodetes de paloduz. Cinco trozos del sabroso y fibroso rizoma marrón, que se ven recién cortados, los cinco iguales, amarrados en haz con una gomilla. Los va colocando ordenadísimamente sobre la mesa, alineados como en formación militar. Ni en El Cronómetro cuando ponen en el escaparate los relojes que por la noche han guardado contra ladrones colocan con tal meticulosidad el preciado tesoro con que el vendedor de paloduz dispone su mercancía. Así uno tras otro, siempre despacio, hasta que llena de liaditos de paloduz toda la mesa. Bajo la que coloca la bolsa de deportes, ya vacía. Luego abre la mochila y saca otros haces de orozuz de palo más gordos, que coloca montados sobre los que ya dispuestos tiene en orden cerrado sobre la mesa. Finalmente, saca un montoncito de bolsitas de plástico, que coloca en una esquina de su tradicionalísimo puesto de La Campana.

Y se sienta en su banquillo como un rey. Sí, yo proclamo ahora a este hombre de la puerta del Zara de La Campana como el Rey del Orozuz de Palo, como le llamábamos los escolares que los mordíamos y chupábamos a los sabrosos y fibrosos rizomas, en un tiempo en que las chuches eran algarrobas, cotufas, altramuces, garbanzos tostados. Está detenido un tiempo viejo de Sevilla sobre esa mesa de camping, trasunto del puestecillo que tenía La Malena para vender chucherías a los chiquillos. Me pregunto si algún niño comprará paloduz en este tiempo de bolsas de autoservicio en Belrose. La respuesta me la da un joven matrimonio que llega en cuanto el hombre acaba de abrir el puesto. Pregunta la señora:

--¿A cuánto es cada rodete?

--A dos euros.

--Pues me va a dar usted uno, porque el otro día se lo llevé al niño y no vea usted lo que le gustó, aunque nunca lo había probado.

Nuestro hombre la deja elegir, pero ella prefiere que le escoja el paquete que parece más sabroso. Pregona las excelencias de su producto a la clienta:

-- Este mejor, que está acabadito de cortar.

-- ¿Y dónde los coge usted?

-- En Tablada, a la vera del río...

Desde la vera del río, todas las tardes, cuando han dado las 6 en la Catedral y en la Plaza, el vendedor de paloduz de La Campana nos trae cuando pasamos a su lado los más sabrosos recuerdos del vegetal regaliz de nuestra infancia, dónde va a parar con las barritas negras de los puestecillos que se llamaban precisamente como esta tienda ante la que se pone el conservador sevillano del orozuz de palo: Zara.

 

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