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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  9 de abril de 2020
                               
 

Aquellas tortillitas de bacalao

En este largo y triste adiós a tantas cosas nuestras, escribo dos palabras y me suenan a arranque de sevillana antigua, a las que les faltara el remoquete de "miarma". ¡Y como para sevillanas está la cosa! Y más en Jueves Santo, en que no pegan ni aquellas "sevillanas cofradieras", como las del Pali, de moda durante un tiempo y en las que mi admirado Pascual González fue un maestro. Escribo estas dos palabras y me suenan a lo que deben: a epitafio por una ciudad que sabe Dios cómo será después de que hayan pasado los padecimientos de la crisis que estamos sufriendo.

Escribo estas dos palabras y son: "Becerra cierra". El Becerra de la calle Gamazo, sí, el de la esquina frente por frente a Trifón, el que subías a la primera planta y te parecía como un dédalo de comedores donde podías pedir los platos más sevillanos de nuestra cocina. Becerra cierra, miarma, Becerra cierra. Y para mí, ay, cierra dos veces. Tras cuarenta años largos al pie del cañón, primero con su padre y después solo, Enrique Becerra, tocado de salud pero no hundido de ánimo, dispuesto a emprender otras mil batallas basadas, como toda su vida, en el trabajo y en la honradez, cierra el restaurante de la esquina de Gamazo con Zaragoza, cerca del Compás de la Laguna y a dos pasos de la Plaza Nueva. Donde siempre te encontrabas a alguien conocido en la barra a quien saludabas antes de subir escaleras arriba a la mesa que habían reservado unos amigos.

Para mí cierra este Becerra del animoso Enrique pero también lo hace, ay, otro Becerra antiguo, sentimental e íntimo. Mi Becerra de cada Jueves Santo a ultima hora de la noche, cuando ya habían entrado las cofradías del día y Sevilla se disponía a vivir su gran Madrugada. Cuando ya veías por la calle los primeros abrigos de los previsores que estaban dispuestos a aguantar la larga noche con el relente traicionero de la Madrugada, que con las emociones no te das cuenta de que se te va clavando como una faca.

Cada Jueves Santo, una vez vistos los armaos de la Centuria Macarena llorar ante el Gran Poder cuando venían por Cardenal Spínola a paso ordinario a los sones de "Abelardo" y al llegar a la Plaza de San Lorernzo cambiaban por el racheado de alguna marcha clásica de Escámez, para entrar formados a rendir armas al Hijo de la Esperanza... Una vez pasada, camino de su entrada, La Quinta Angustia: veía el paso por Molviedro y luego, adelantándome, pasar la cofradía entera, de cruz a preste, apoyado en la columna de los viejos soportales de la botica de la calle San Pablo.... Una vez recibida junto a las alfombras de Íñiguez por el fiscal del paso del Nazareno del Valle la más versallesca reverencia de la inclinación de cabeza y el golpe de palermo en tierra... Una vez vista la estampa antigua del paso de la Virgen del Valle, empezaba para mí la Madrugada. Allí, en la barra de Becerra. Donde recalaba ritualmente para tomar fuerzas para aguantar toda la noche y llegar del tirón, para empezar, andando a Omnium Sanctorum y los Altos Colegios para ver al Señor de la Sentencia y a la Esperanza. Y en aquellos años de la nostalgia, nada más entrar en la barra de Becerra, el encargado, de ensortijado pelo, agitanado, sin preguntarme nada, me ponía por delante mi plato y me decía:

-- Ea, don Antonio, aquí tiene usted sus tortillitas de bacalao de todas las Madrugadas.

Era Casablanca padre, entonces encargado de aquella barra, que me imagino estaría deseando cerrar para irse a su cofradía de Los Gitanos. Yo no conocía a aquel amable señor de chaquetilla blanca que me traía cada Jueves Santo mis tortillitas de bacalao. Me lo reveló cuando ya se había establecido con negocio propio en la calle Zaragoza. Me dijo:

-- Usted no se acordará, pero yo soy quien todos los Jueves Santoa, antes de que empezara la Madrugada, le ponía en el mostrador de Becerra sus tortillitas de bacalao.

Para mí, querido Enrique Becerra, verás que ha cerrado doblemente tu casa. La de la cocina sevillanísima que animaste durante cuarenta años y aquella otra de la nostalgia de las tortillitas de bacalao que hacían que cada Madrugada fuera como la primera que hubiera vivido nunca.

 

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