ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 22 de mrrzo  de 2021
                               
 

Papel de estraza para El Manteca

Este artículo por un gaditano irrepetible, de la serie G de la gracia de Pericón, del Beni, del Cojo Peroche, de Chano, de Felipe el del Aerolito, no está escrito con tinta, sino con tiza. Y en papel de estraza del mostrador del templo del gaditanismo del Corralón de los Carros, Viña pura, esquina a la calle San Félix, a cuya puerta siempre hay un marisquero vendiendo erizos y burgaíllos. Porque este papel, donde la estraza es la mejor porcelana de Limoges, es el adiós a un almacenero que ha tenido el honor de que la Cádiz declare a su muerte un día de luto oficial. Es lo menos que Cádiz le debía a quien se convirtió de un embajador de la ciudad en los tuétanos viñeros de la ciudad misma, como don José Ruiz Calderón, El Manteca para el mundo y para el nombre de su almacén, de su tienda de ultramarinos, que abrió en El Corralón y donde repartió buen beber, buen comer, buen vivir y buen saber estar con todo el mundo, dando a cada uno su sitio. Pepe Manteca era un señor. Quiso ser torero. En el pequeño Museo del Prado que son las fotografías enmarcadas de su tienda hay una foto en la que están unos aficionados en un tentadero. Hay tres que devinieron en tres grandes prodigios, cada uno en su arte: Curro Romero, Salvador Távora y El Manteca.

El Manteca, hijo de otro almacenero, Lorenzo Ruiz Manteca, fue el primer niño que se bautizó en la iglesia de La Palma cuando la hicieron parroquia. Desde niño mostró su afición por los toros, el flamenco y los gallos de pelea. Gaditano raro en este punto, prefería el flamenco al Carnaval. Igual que otros se van a hacer las Américas, Manteca se fue a Madrid a querer ser torero, donde vivió en una pensión de la calle Fuencarral con Miguelín, El Coli y Bojilla. Pero una cornada en Valdepeñas y otra en Pedro Abad le apartaron del toreo y volvió a Cádiz a trabajar en la tienda de su padre. Siempre inquieto, emigró a Alemania, y trabajó en un hotel, donde al tener que limpiar ¡quinientos pares de zapatos! en una noche decidió que lo suyo era Cádiz y el barrio de La Viña de su natal calle Lubet.

Y puso su propio almacén. En la tienda de comestibles empezó a dar copitas y tapitas cortadas sobre el papel de estraza. Así ganó con su simpatía y su gracia fama y fortuna. Y sirvió a su otra gran afición: los gallos de pelea, que le llevó varias veces a América. En su antigua tienda de ultramarinos convertida en taberna, en una historia paralela a Casa Trifón de Sevilla, descubrió al mundo civilizado las excelencias de los chicharrones de Cádiz bien loncheados, con su mijita de sal y su chorreoncito de limón. Y la morcilla de hígado de Coripe. Hizo del tapeo clásico la nueva cocina de la gracia de un templo del arte como Casa Manteca, cuya historia recogieron Francisco Orgambides y José María Lacave en "Escrito con tiza", memorias que tuve el honor de presentarle en la Diputación. Como el de ir al Manteca con Curro Romero y que nos sirviera el propio Don José. Estando allí recordando historias, entró un borracho patoso: "Que está ahí Curro, que está ahí Curro". Y Don José Manteca lo echó con el mayor señorío y gracia, señalándole la calle: "Si está ahí Curro, y ahí está la puerta, Camino y Mondeño".

 

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