ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  23  de enero  de 2023
                               
 

Sin Alicantina

Hasta lo de Montoliú y lo de Soto Vargas, la plaza de toros de Sevilla tenía un venturoso récord, como del Guinness. No sólo ningún torero había muerto nunca en su enfermería, sino que allí había nacido un sevillano. Una espectadora embarazada que estaba ya fuera de cuentas viendo una corrida, rompió aguas, la llevaron a la enfermería y allí nació Manuel Postigo. Sí, Manolo Postigo el de La Alicantina de toda la vida. De toda su vida. Como ha escrito Luis Carlos Peris, lo que entendíamos por La Alicantina, donde íbamos ritualmente el Domingo de Ramos hasta que cerraban las puertas del Salvador ya poco antes de salir La Borriquita, dejó de existir con la muerte de Postigo. Un señor. Sevillanísimo. Empezó trabajando en un Banco hasta que cogió en traspaso en 1963 el negocio que en 1922 había fundado como horchatería el valenciano Ricardo Talens Andreu. Postigo le mantuvo el nombre pero convirtió el local en el gran bar-marisquería. A la muerte de Postigo, continuó el negocio su viuda, Teresa Pérez, una gran señora que, harta de coles, lo cedió a profesionales de la hostelería que acabaron pegando el cerrojazo al clásico, como ahora se lo han vuelto a dar, chirrin, chirrán, y quizá para siempre.

Últimamente, todo lo que entendíamos por Sevilla está cerrando. Cerró la Joyería Ruiz en Sierpes. Cerró Félix Pozo, en esa parte de O`Donnell donde las cofradías de Triana sufren los parones para entrar en La Campana. En Sagasta cerró Torner, relojero oficial de la ciudad, un símbolo de que ya no son necesarios aquellos relojes, porque vivimos otro tiempo. Cerró la Cerería del Salvador. Cerró la calentería del Postigo. Y ahora, cierra por segunda vez La Alicantina, que intentó resucitar Emilio Guerrero, el hijo de Antonio Guerrero, el marisquero del mostrador de Los Corales. Traduzco el cierre al lenguaje sentimental de la memoria. Han cerrado las gambas, chipis y champis a la plancha. Ha cerrado su ensaladilla, eximia y excelsa. Han cerrado los azulejos de la cerámica de Pedro Navia pintados por A.Córdoba con la cacería del anuncio del fino Maestro Sierra, de la Cruzcampo con un Gambrinus barrigón y del vino Diamante. Para mí La Alicantina verdadera murió el mismo día que la dejó de llevar la familia de Postigo. Aquello ya era otra cosa. Era un bar para guiris, digno de Mateos Gago. Los sevillanos ya no íbamos. No había ya camareros presurosos que, entre la plancha y la barra, te recitaran el catálogo de tapas completas. Para mí hace muchos años que cerró aquella legendaria y refinada Alicantina, la gran marisquería de Sevilla, antes que Emilio despegara desde su rinconcito de la barra de Los Corales. La del comedor en el piso principal, donde Juan Valderrama y Pepe Marchena están retratados para la Historia con Curro Romero. Aquella Alicantina donde, tras rezarle a su Señor de Pasión, recalaba la Condesa de Barcelona y Eduardo León Manjón la convidaba a su copita de Solera 1847 y su ración de ostras. La Alicantina de los veladores justos, media docena, en la acera, que en Semana Santa se extendían por media plaza con sillas y mesas de tijera como de trastienda de caseta que se mantenían aun cuando estaban pasando cofradías. Ahora han cerrado un bar que había en El Salvador. La Alicantina ya cerró cuando murió aquel sevillano que había nacido en la enfermería de la plaza de los toros.

 

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