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 Antonio BurgosEl Recuadro

   Las Cuarenta Sevillas

Diario 16 de Andalucía, 22 de diciemnbre de 1990

 Antonio Burgos

Portada de la antología "Las cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos (1990)


Portada de la antología "Las Cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos, publicada por Diario 16 de Andalucía en diciembre de 1990

El betunero del aeropuerto

SALIÓ y entró por el recuadro como parte de una Sevilla realísima y actualísima que era. Llegaba con su caja y su sahariana azul mahón, con su sonrisa y su sabiduría, y en un solo golpe de vista revisaba sus dominios, que eran las mesas de la cafetería del aeropuerto de San Pablo. Tenía que ser Sevilla la que acunara un personaje tan fuera del tiempo. Otros aeropuertos tienen cines, galerías comerciales, televisiones de monedas en el brazo de los sillones de la espera, grandes vestíbulos. El de Sevilla tenía algo más que todo eso, algo único en el mundo: plaza montada y cubierta de betunero, con lo que te ibas a Madrid y sabías con la certeza del corazón que aquí dejabas el pulso de la calle Sierpes.

Se llamaba Antonio. En un edificio adocenado, acristalado, congestionado, Antonio le prestaba alma. Muchas veces dije que del mismo modo que don Antonio el betunero de la plaza de la Gavidia daba el parte de guerra media hora antes que Queipo de Llano, este otro Antonio daba los retrasos de los aviones lo menos una hora antes que la compañía Iberia. Te veía mirar el reloj, y, adivinándote el pensamiento, te decía:

--Tranquilo, que su avión no va a salir hasta dentro de una hora, porque su aparato tiene que venir todavía de Las Palmas...

Y ya pegabas la hebra, y te ponía al día de idas y venidas de ejecutivos, de obras de la nueva terminal:

--¿Usted no ha visto la sala de la Expo que han hecho arriba? Tiene usted que verla... Un auténtico derroche. Claro, como tienen tanto de aquí...

Y, dejando el cepillo, te hacía con el pulgar y el índice el frotamiento del signo del dinero, que luego te ofrecía como un cuerno de la fortuna que saliera del bolsillo de pecho de su guerrera azul mahón.

--¿Qué, va a querer usted lotería?

A los que nos tenía por sus clientes no nos lo decía, pues lo sabíamos de sobra. Pero a quien se le resistía en la compra del décimo o del medio billete le informaba, como argumento de autoridad:

--Tenga usted en cuenta que yo fui quien le dio el gordo a don José Recio...

A todos nos daba el gordo Antonio, aunque no nos vendiera lotería. Nos daba el gordo de la humanidad de esta ciudad, del arte de la comunicación y la palabra entre un mundo de ordenadores, listas de espera, megafonías gangosas y carritos de equipaje. Gracias a Antonio, el aeropuerto tenía algo de estación provinciana, es como si te hubiera cogido en traspaso la funda del violón a aquel otro personaje humanísimo, el músico de la orquesta de Manuel de Falla que había puesto el restaurante en el viejo aeropuerto de palmeras que derribaron, donde parecía que de un momento a otro iba a llegar Humphrey Bogart para comprarse la gabardina de «Casablanca» en Pedro Roldán.

La otra mañana, en un aeropuerto de obras y encofrados, no lo anunciaron los altavoces, pero te lo decían los bellos ojos de la niña de los periódicos, y la chaquetilla blanca del camarero:

--¿Sabe usted que se ha muerto Antonio el betunero?

Se lo llevó, joven, cuarenta y tantos años, la enfermedad que nos había hecho notar su ausencia. Antonio el betunero quedará como memoria de un trozo de Sevilla. Cuando se abra la nueva terminal, miraré el brillo de mis zapatos y siempre veré allí la sonrisa de Antonio, vendiéndome lotería y anunciándome retrasos. Su vuelo, ay, sí que salió a su hora...

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