SALIÓ
y entró por el recuadro como parte de una Sevilla
realísima y actualísima que era. Llegaba con su caja y
su sahariana azul mahón, con su sonrisa y su
sabiduría, y en un solo golpe de vista revisaba sus
dominios, que eran las mesas de la cafetería del
aeropuerto de San Pablo. Tenía que ser Sevilla la que
acunara un personaje tan fuera del tiempo. Otros
aeropuertos tienen cines, galerías comerciales,
televisiones de monedas en el brazo de los sillones de
la espera, grandes vestíbulos. El de Sevilla tenía
algo más que todo eso, algo único en el mundo: plaza
montada y cubierta de betunero, con lo que te ibas a
Madrid y sabías con la certeza del corazón que aquí
dejabas el pulso de la calle Sierpes.
Se llamaba Antonio. En un edificio
adocenado, acristalado, congestionado, Antonio le
prestaba alma. Muchas veces dije que del mismo modo que
don Antonio el betunero de la plaza de la Gavidia daba
el parte de guerra media hora antes que Queipo de Llano,
este otro Antonio daba los retrasos de los aviones lo
menos una hora antes que la compañía Iberia. Te veía
mirar el reloj, y, adivinándote el pensamiento, te
decía:
--Tranquilo, que su avión no va a
salir hasta dentro de una hora, porque su aparato tiene
que venir todavía de Las Palmas...
Y ya pegabas la hebra, y te ponía al
día de idas y venidas de ejecutivos, de obras de la
nueva terminal:
--¿Usted no ha visto la sala de la
Expo que han hecho arriba? Tiene usted que verla... Un
auténtico derroche. Claro, como tienen tanto de
aquí...
Y, dejando el cepillo, te hacía con
el pulgar y el índice el frotamiento del signo del
dinero, que luego te ofrecía como un cuerno de la
fortuna que saliera del bolsillo de pecho de su guerrera
azul mahón.
--¿Qué, va a querer usted lotería?
A los que nos tenía por sus clientes
no nos lo decía, pues lo sabíamos de sobra. Pero a
quien se le resistía en la compra del décimo o del
medio billete le informaba, como argumento de autoridad:
--Tenga usted en cuenta que yo fui
quien le dio el gordo a don José Recio...
A todos nos daba el gordo Antonio,
aunque no nos vendiera lotería. Nos daba el gordo de la
humanidad de esta ciudad, del arte de la comunicación y
la palabra entre un mundo de ordenadores, listas de
espera, megafonías gangosas y carritos de equipaje.
Gracias a Antonio, el aeropuerto tenía algo de
estación provinciana, es como si te hubiera cogido en
traspaso la funda del violón a aquel otro personaje
humanísimo, el músico de la orquesta de Manuel de
Falla que había puesto el restaurante en el viejo
aeropuerto de palmeras que derribaron, donde parecía
que de un momento a otro iba a llegar Humphrey Bogart
para comprarse la gabardina de «Casablanca» en Pedro
Roldán.
La otra mañana, en un aeropuerto de
obras y encofrados, no lo anunciaron los altavoces, pero
te lo decían los bellos ojos de la niña de los
periódicos, y la chaquetilla blanca del camarero:
--¿Sabe usted que se ha muerto Antonio el
betunero?
Se lo llevó, joven, cuarenta y tantos años, la
enfermedad que nos había hecho notar su ausencia.
Antonio el betunero quedará como memoria de un trozo de
Sevilla. Cuando se abra la nueva terminal, miraré el
brillo de mis zapatos y siempre veré allí la sonrisa
de Antonio, vendiéndome lotería y anunciándome
retrasos. Su vuelo, ay, sí que salió a su hora...
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