QUERIDO
Joaquín Romero Murube, que estarás en los cielos que
perdimos: desde que te fuiste de esta Sevilla que
tenías en los labios, no sabes la cantidad de
alcaldadas que han hecho los alcaldes, y la cantidad de
chuflas con mando en plaza que tenemos que padecer. Pero
como todo esto último te lo habrá contado Ramón
Carranza al llegar ahí arriba, habré de referirte algo
que aquel gran sevillano de perfil braco no te habrá
contado, porque lo dicen las fuentes de los patios, y
las esquilas de las espadañas de los conventos, y los
naranjos del compás de Santa Clara.
Los jardines del Alcázar, de tu
Alcázar, Joaquín, están más perdidos que el barco
del arroz. Todas aquellas especies que cuidabas con mimo
de jardinero mayor del aire de Sevilla están en trance
de desaparición: se seca el arrayán, muere el ciprés,
se agostan las moreras de la Huerta del Retiro... Tubos
de riego por aspersión (de riego por aspersión,
fíjate, Joaquín, como si el Alcázar fuera El
Torbiscal de don Fernando Cámara) han destruido los
canales de las albercas y estanques de los moros. No
podan las palmeras de tus qasidas, no se cortan los
setos con leyendas del Rey Justiciero y de las bodas del
Emperador. Las fuentes están secas y rotas, mutiladas
las azulejerías, y te han llenado aquello de especies
espurias compradas quién sabe por qué en unos viveros
que tú sabes cómo.
Crecen los yerbajos, Joaquín, que
aquello parece las cunetas de la carretera de la recta
de Los Palacios, que es tu pueblo lejano, y los turistas
todo lo invaden, y se han convertido los palacios en
salón de cuchipandas municipales, de modo que si tú
estuvieras aquí dirías que Rafael Juliá parece el
nuevo alcaide de los alcázares.
Iba a pasear con estas calores del
membrillo los que fueron tus jardines, Joaquín, pero no
quiero ver muerta a una persona amada, como es esta
Sevilla tan viva del mirto y del magnolio, del jazmín
lunero y del naranjo de don Pedro el Cruel. Iba a
echarte esta carta sobre uno de los estanques, seguro
que la leías desde los espejos del cielo de Sevilla.
Pero voy a dársela para que te la mande a un caballero
sevillano, a don Luis Ramos Paúl, que no sé si sabrás
que compró lo tuyo de «La Noria» en la marisma de Los
Palacios, y no veas, Joaquín, cómo tiene Luis Ramos de
bien conservados los jardines que allí trazaste, los
cipreses, el estanque, las columnas, los capiteles, las
fuentes, el frescor de los esterones y el color de la
almagra. Son dos ejemplos, Joaquín, de dos jardines que
amaste como mujeres que eran, como señoras importantes
que olían tan bien como una dama de noche. El uno, el
de «La Noria», jardín cerrado para pocos, es una
delicia de Mona cómo un señor particular con su dinero
lo tiene conservado; el otro, el Alcázar de Sevilla,
paraíso abierto para muchos, lo tiene abandonado el
Ayuntamiento.
Y ahora, Joaquín, ocurre para remate de los tomates
algo muy sevillano. «De cara al 92», como todo se hace
aquí para darnos por saco, van a editar un lujoso libro
sobre el Alcázar. Vamos a tener, Joaquín, un
magnífico libro de un monumento que casi no existe
desde que te fuiste a ese otro barrio de Sevilla. ¿Has
visto qué cosa más sevillana? Al Alcázar, que le den
por saco: el Alcázar no se puede inaugurar en una
campaña electoral. Pero no veas, Joaquín, qué pedazo
de libro van a presentar sobre el monumento por el que
no dan un duro. Te lo cuento en descargo de conciencia,
a alguien se lo tenía que decir. Me han pedido un texto
para ese libro. Y he dicho lo que aprendí en tus
libros: hijos míos, mejor que editar un libro tan
bonito y tan bien costeado, restaurad los
jardines del Alcázar, que hace más falta. ¿Pero qué
te voy a contar que tú, no sepas, Joaquín? Tú desde
ahí arriba sabes mejor que nadie cómo está el patio.
El Patio de la Montería, por supuesto.
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