HA
llegado, Luis, desde el frescor de noria de tu finca, de Los
Palacios, el canasto que ahora está sobre la mesa, con
estos primeros cielos plomizos, color de la panza de una
burra que cansinamente hiciera girar los cangilones, como
una clepsidra del tiempo en el silencio de la marisma.
Es un humilde canasto de mimbre
ribereña, canasto cortijero, de cuando en el campo no
había ni plástico ni tractores, y los asientos para el
almuerzo eran de corcha, y de nogal el dornillo para el
gazpacho, y de un tocón de eucalipto y arpillera el tapón
de la alberca, y de barro lebrijano el cántaro, con esa
boca que era la miniatura del brocal de un pozo.
Vienen encima, las cuento, Luis, dando
frescor y verdor, una, dos, hasta cuatro hojas de higuera,
como taparrabos de nuestros primeros padres, que de entrar
en el paraíso de Andalucía se trata, y nadie de él nos
arroja con una espada de fuego, sino que nos invita a entrar
a degustar esta lentitud de los dones de los dioses y del
tiempo.
Y debajo de esas hojas de parra, las uvas
de Los Palacios, que veo su color violácea y me parece que
me has metido todos los colores del anochecer dentro del
canasto, con tu orgullo andaluz. Cojo un racimo y casi al
codo me llega, y cuando leo las letras, Luis, que me mandas
en el breve billete, compruebo que es buena medida un codo
para abarcar el gozo de nuestros campos septembrinos; son
dos codos de tierra, dos racimos, de orondos que son, de
voluminosos como cardenales de la Contrarreforma, los que
caben en el breve paraíso del canasto que a mi casa has
mandado, Luis, para proclamar el otoño.
Nunca tal había hecho, inaugurar con
tanta Andalucía en unas uvas una estación del año.
Sabemos, Luis, que en cuanto llegan las primeras torrijas
estamos proclamando los gozos de la primavera; que el mosto
nos anuncia el invierno; que las peras de San Juan, las
blancas magnolias, las azules jacarandas, dan el bando del
verano por las calles que han de ser solemnemente recorridas
por la lenta procesión de la calor. Nadie, Luis, se goza de
esta dorada luz del otoño que recoge el universo de todas y
cada una las uvas que me mandas.
Y me dices, ay, que se están perdiendo
estas cepas de Los Palacios cuyos diezmos y primicias
envías, que has hecho Cilla del Cabildo la humildad de la
cocina. Que las tome ímperialmente, a gajos, como un
senador de la Bética que estuviera mirando los racimos con
los ciegos ojos de una estatua de Itálica. Que las
acompañe de un queso bien curado, con sabor a pueblo y a
hogaza. Y que en el camino vayan con un oloroso dulce de
Jerez.
Así se ha hecho, leyendo tus
instrucciones para armar este modelo de otoño de la
Bética. Así se ha hecho, Luis, con un queso de ovejas que
las altas sierras recorrieron, y con un oloroso dulce criado
en las botas de Fuente Rey. Y he de decirte que, remojadas
como me has dicho con agua fresca, las uvas y el queso, por
no desmentir el dicho, me han sabido a besos de días
gloriosos en un poema de Horacio. Tú, jinete de la marisma,
sabes que la uva, el aceite y los caballos de la Bética
fueron los grandes lujos de los romanos. Lujo antiguo y
honesto ha sido, Luis, este gozo de proclamar el otoño con
unas uvas sobre las hojas secas de los plátanos de Indias,
sobre los últimos jazmines, sobre las mañanas de autobuses
escolares. Proclamando el otoño con unas uvas nos hemos
afirmado en la fe de la belleza dee nuestra tierra.
(Para que luego digan, Luis, que tenemos tan mala uva...)
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