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sencillamente genial. Más sevillano que la urna de Laureano
de Pina donde reposan los restos de su admirado San
Fernando. Un personaje, en esta Sevilla creadora inagotable
de personajes. Contamos historias de los antiguos cuando
tenemos la obligación de levantar literariamente el mapa de
la Sevilla de nuestros días, para que los siglos venideros
nos tomen por locos.
He tenido en estos días dos encuentros
con Silvio que me mueven a recuadro. El primero de ellos fue
en la terraza de Jesús Quintero, la noche del concierto de
campanas. Estaba allí arriba, ante la impresionante nave de
piedra de la Catedral, el mundo de Jesús Quintero, los
personajes de Jesús Quintero, que a mí siempre me causan
un gran respeto por lo que se impresionan ante las cosas de
Sevilla, por el silencio con que tratan de comprender los
arcanos. Había en las altas barandas del Loco el mismo
silencio que había esta pasada madrugada en sus balcones
colgados con damascos y luminarias, cuando pasaban los
nazarenos del Silencio. A mí me impresiona más el silencio
de Sevilla entre los heterodoxos del Loco que entre los
ortodoxos capillitas. En éstos, es obligado, de rúbrica.
En aquéllos, es como una búsqueda de la verdad por el
certísimo camino de la duda.
Y en estas estábamos, absortos en la
contemplación de tanta belleza, que hasta el cielo y los
vientos le habían prestado a Sevilla unas nubes pintadas
toledanamente por El Greco, cuando alguien dijo:
--Está ahí Silvio, ¿pero sabéis lo que está
haciendo?
--¿El qué?
--Oyendo el partido del Sevilla con un transistor...
Llegué a comprenderlo. Cada cual se busca la belleza
como puede. Y para Silvio, la belleza no estaba en la noche,
en la llovizna, en el viento, en las nubes, en las campanas
de la Giralda y en los sonidos de la espadaña de la Puerta
del Perdón, sino en los goles de Polster. Silvio sabe mejor
que nadie por qué en Sevilla hay una calle que se llama
Goles.
Terminó el concierto y me acerqué a saludarlo:
--¿Qué te ha parecido?-- le dije.
Me contestó, desde la genialidad del desvarío:
--Uno a cero vamos ya...
No le hacía falta a Silvio oír las
campanas. El oye campanas y sabe dónde: en sus sueños de
Sevilla. Lo comprobé en el segundo encuentro, también de
la mano de Jesús Quintero, que fue ante la pantalla del
televisor. El genial Silvio hablaba de los Papas y se metía
por las siete revueltas del ser de Sevilla:
--¡Hombre, ese Pío XII ... ! Y Juan
XXIII... Y Las Candelarias, y El Cachorro...
Ni Adriano del Valle escribió este poema ultraísta de
Sevilla, saltar de los papas a los barrios y de los barrios
a las cofradías, con la más aplastante lógica. Y ni
Manuel Barea, emperador de la cuaresma, sabe tanto del
bacalao como sabe Silvio. Silvio encuentra a Sevilla en el
bacalao. Gracias al bacalao existe la Semana Santa. Aquí
sabemos más del bacalao que en Noruega. La gente sale de
nazareno sólo por pasar por la esquina del Bacalao. Toda
una teoría del bacalao que me recordaba los discursos en
camelo del humanista Luis Toro Buiza, los antofagastas del
grupo Mediodía. La mejor Sevilla, sólo al alcance de los
que, como Silvio, son estrictamente geniales.
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DE ANTONIO BURGOS SOBRE EL SEVILLA Y EL BETIS
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