Antonio Burgos /  Recuadros de Semana Santa

El Mundo, Jueves Santo 31 de marzo de 1994

Antonio Burgos

Julio César en un embotellamiento

 

A estas horas, por la Peña de Arcos de la Frontera, donde cada buitre tiene su almena, estarán sonando tambores del Imperio. A estas horas, junto a las viejas murallas de ciudades con río y palmeras, donde han roto los naranjos en flor y las humildes acacias ya se han puesto blancas con la nieve que enciende el amor, habrá unos hombres que estarán velando armas de hojalata, corazas que cubrirán pechos nada guerreros, lanzas de palo y faldellines de terciopelo que tienen más de vestido de torear que de rubicones y guardias peladas junto al Calvario. A estas horas habrá unos hombres que tendrán dispuesto en el dormitorio su empenachado casco de efímeros soldados imperiales que, a la tarde, entre dos luces, o de madrugada, antes de que amanezcan los vencejos, desfilarán con una cofradía, "Senatus Populusque Romanus", todo en una pieza, en una soñada Roma triunfante en ánimo y grandeza.

Cada vez que se duda de la romanidad de España, pienso en estos apócrifos soldados romanos de nuestras Semanas Santas. También hay en España una invisible muralla de Adriano, frontera de lo que Roma nos dejó. El que hoy se viste de romano, se cree un césar, como aquel "armao" de la Macarena que tuvo un altercado con un guardia municipal, al que dijo:

--- Yo no me someto a más autoridad que la de Roma...

Tal día como hoy, hace un año, yo he visto a Julio César en un embotellamiento. Era tarde de Jueves Santo en Sevilla. Sabía que la Centuria Romana de la Macarena estrenaba capitán, Pepe García. Cómo será de aficionado a estas romanidades el capitán de la Centuria, que en la plaza de abastos donde tiene un puesto de verduras y de donde salen casi todos los apócrifos romanos´, le llaman "Pepe el Armao", que es como si en Kenia le dijeran a uno "el negro", lo negro que tiene que ser... "Pepe el Armao" conoció a la que hoy es su mujer un Jueves Santo, vestido de romano, tomando una cerveza, y suele recordar:

--- Yo no sé si enamoró de mí o de Julio César...

Pues a este capitán que se disponía a mandar la más aguerrida unidad de las batallas contra la madrugada, me lo encontré a las seis y media de la tarde del Jueves Santo, en el barrio de la Feria, conductor de un coche atascado en un embotellamiento. Iba Pepe García aún vestido de particular, porque hasta los romanos han tenido que irse a vivir a pueblos-dormitorio, y habría de revestirse con las galas de centurión en casa de un sobrino, adonde a las siete en punto, ceremonialmente, entre tambores y orgullos populares macarenos, habría de ser recogido por la Centuria de su mando. Aquello no era un hombre. Los coches, en una estrecha calle, detenidos por alguna cofradía que pasaba Dios sabe por dónde, no se movían. El capitán de los armaos entraba y salía del coche, las llaves en la mano. No he visto a nadie más nervioso. Hablaba solo: "Esto nada más me pasa a mí, por venir en coche a mandar la Centuria..." Tan apurado le vi, y sabedor de lo que para un macareno significan los ritos de la puntualidad y el glorioso desfile vespertino de las plumas y corazas por las calles del barrio, me ofrecí a quedarme nada menos que como conductor de Julio César, para cuando se acabara aquel embotellamiento le aparcara el coche en cualquier sitio y le diera luego las llaves de madrugada, cuando ellos fueran rompiendo la noche en su escolta a Pilatos, ése que los andaluces sabemos que con el cuento de la palangana, por poco si nos deja sin Semana Santa, el hijo de la gran puta... Por un solo instante no fui chófer de un césar romano de la verdadera mentira de la belleza de las cosas de la primavera. En el instante en que ya iba a coger las llaves y aquel hombre ya se iba a ir con sus nervios para cumplir su destino, sin saber cómo, los coches atascados se pusieron en marcha y el capitán ya se pudo ir camino de su espada y su coraza, su casco emplumado y su poderío macareno. Yo que también estuve en un embotellamiento que se formó antes de la batalla de la Farsalia, certifico que ni el mismo Julio César estaba tan nervioso ni se tomaba tan a pecho su papel como el capitán de los armaos de la Macarena.


   

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