Los perros, en su sitio

"Los perros han dejado de tener la que siempre se llamó
"vida de perro". Hay perro que se pega una vida
de consejero-delegado para arriba"

Como todo está fuera de cacho, que dicen los toreros, ya ni los manuales de periodismo sirven. En la nunca bien elogiada Escuela Oficial de Periodismo de la calle Capitán Haya, todos los profesores, de Juan Aparicio a Bartolomé Mostaza, de Bandín a Beneyto, nos repetían el dicho americano como primera lección del oficio: "Que un perro muerda a un hombre no es noticia; la noticia es que un hombre muerda a un perro". Como cerraron la Escuela de Periodismo, los periódicos están ahora llenos de noticias de perros que muerden a hombres, pero no de cualquier manera, sino bastante mordidos. Que se lo pregunten a Ana García Obregón. Quien ha iniciado una campaña contra los perros peligrosos, a la que me sumo de corazón.

Pocas me parecen las medidas contra los perros peligrosos y los controles sobre sus propietarios. Pero deben ir más lejos. Se trata de algo tan simple como poner a los perros en su sitio. En el sitio de los perros. Los perros han dejado de tener la que siempre se llamó "vida de perro". Ahora hay perro que se pega una vida de consejero-delegado para arriba. Hay perros que parece que acaban de acertar los 14 con el pleno al 15 o que les ha salido el bingo del Canoe con acumulado. Hay peluquerías para perros, clínicas para perros, hoteles para perros. En los grandes almacenes, no faltan los departamentos especializados en alimentación para perros, en vajillas para perros, en collares para perros, en mantas para perros, en insecticidas para perros.

No quiero hacer demagogia ni echarme todavía más encima a los dueños de perros (las "cartas al director" protestando las van a tener que llevar en camiones a la Redacción de ÉPOCA). Pero en un mundo con tantos marginados, con barriadas donde gitanos viven entre latas y cartones viejos, donde las estaciones del Metro son el Palace para los sin techo, a algunos nos indigna esta glorificación social del perro. Que conste que me encantan los perros. Pero en su sitio. De perros. No metidos dentro de la casa, sentados en los sillones, durmiendo sobre las alfombras, ocupando los mejores sitios del coche.

¿Han visto ustedes que estos perros de cinco estrellas se asoman por la ventanilla del coche como si fueran viejas fisgonas? Y te miran con el mismo desprecio. Claro, los dueños los miman, los cuidan, se gastan un dineral en ellos, y se olvidan que son perros. Los perros, naturalmente, no se olvidan de su condición. Y hacen lo que tienen que hacer: cumplir con su obligación. Que es morder.

Tanto me gustan los perros, los perros propiamente dichos, que en los veraneos del Bachillerato, yo tenía un perro en el pueblo de la sierra donde íbamos. El Curro. Un perdiguero. El Curro era del señor que nos alquilaba la casa. Entraba en el alquiler como una parte de aquella casa serrana, como el pozo, el zaquizamí, el soberado, la cuadra. El perdiguero lo sabía, y se lo olía que de San Pedro a San Miguel. Y nos reconocía como dueños de un año para otro. Cuando llegaba al pueblo, el perro me estaba allí esperando, moviendo el rabo. Se venía al campo conmigo, corriendo detrás de mi bicicleta, y hasta adivinaba las trochas por donde íbamos a las albercas o a las balsas de los arroyos a bañarnos. Y cuando llegaba septiembre y en el tren nos volvíamos a la ciudad, el Curro seguía al vagón por toda la vía, hasta que, extenuado, comprendía que otra vez había llegado el otoño.

Pero a aquel perro lo tratábamos como perro. Cuando estábamos comiendo, se ponía junto a la mesa para que le echáramos los huesos de las chuletas de chivo. En cuanto las cogía, muy en su papel, se iba al corral a comérselas. Al cabo, regresaba a por otro hueso, y volvía a hacer la operación. No le teníamos que reñir. Todo el año hacía vida de perro y aunque con nosotros los veraneantes recibía mayores atenciones, no por eso dejaba de hacerla. Nunca osó sentarse sobre un sillón, o acostarse en una cama. Era un perro que se sabía perro, porque le dábamos trato de perro.

En el pueblo los perros estaban perfectamente en su sitio. Los perdigueros esperando que se levantara la veda y los perros de majada en los cortijos. Los terribles perros de las majadas, que tenían los pastores para cuidar los rebaños de ovejas, con su carlanca de pinchos contra las dentelladas de los lobos, con las orejas cortadas para resistir sus ataques. Si el Curro era dócil, los perros de majada eran fieros. Pero estaban en su papel de perros de majada, en el campo, con los pastores. A nadie se le ocurrió nunca llevarse a ningún perro de aquellos a la casa del pueblo, y mucho menos tenerlo por allí suelto. Ahora todo está revuelto y tenemos a los feroces perros de majada para cuidar un chalé que por otra parte nadie va a asaltar.

En el momento que volvamos a poner a los perros en su sitio, de perros, se habrán acabado todos los problemas. Claro que eso de que cada uno esté en su sitio es dificilísimo. No lo conseguimos con los hombres... *


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