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Como la esquela de Paesa

Se murió Pedro Carrasco y en su desaparición supimos que había sido no solamente el mejor boxeador español del siglo, sino uno de los mejores treinta púgiles mundiales. Sólo la muerte liberaba al Marino de los Puños de Oro de su servidumbre de padre de Rocío Carrasco, de ex-suegro de Antonio David Flores, de marido de Rafael Mosquera. La vida española hace estas crueles caricaturas, y sólo la muerte viene con el pincel definitivo de perfilar los rasgos biográficos por encima de los clichés al uso del famoseo ambiente y al desuso de las verdaderas identidades. A Pedro Carrasco, hasta que se murió, le escatimaron los gritos de "¡Campeón, campeón!" que le daban en el cementerio. Hasta entonces, estaba predestinado a las preguntas de los periodistas del corazón:

-- ¿Qué le parece el nuevo novio de Rociíto?

Se murió el padre del presidente del Gobierno y sólo tras su desaparición supimos que el señor Aznar había sido un hombre más importante de lo que creíamos para la historia de la Radio en España: el que suprimiò el toque en memoria de los Caídos en los partes de Radio Nacional y con ello llevó el cambio del espíritu del 12 de febrero hasta la emisora pública. El que renovó la programación de Radio Madrid y se trajo a España a media América radiofónica, desde Pepe Iglesias El Zorro al recate de Miguel Gila desde su exilio argentino. Si antes de su muerte se hubieran reconocido estos méritos, habrían dicho:

-- Vaya peloteo al padre del presidente del Gobierno...

España escatima aplausos en vida, y no hay nada que le guste más que aplaudir a un ataúd. Julio Robles no tuvo su última vuelta al ruedo hasta que no murió, mientras que había vivido los últimos años en el olvido que apenas restañaba algún festival taurino en su homenaje. Y es que aquí, hasta que no te mueres, no eres nadie. Hasta que no te mueres no te dedican plazas o te hacen hijo adoptivo. Camarón de la Isla, a quien los puristas del flamenco le negaron en vida el pan y hasta la sal de sus salinas de la Real Isla del León, ha recibido en el otro mundo las Llaves de Oro del cante.

Tales son estas leyes, que hace unos días, cuando de nuevo salieron a relucir los nombres de periodistas apuntados por la mira telescópica de sangre de un innombrable berrendo en etarra, un lector me puso una tarjeta que decía: "Quiero que sepa que me alegro, como amigo de lo bueno y los buenos, de que no tenga usted una plaza en Sevilla. Eso es mala señal: lo mejor para comprobar si estás vivo es darse una vueltecita por donde uno vive, y si no tiene usted calle, plaza o placa conmemorativa, tranquilo, que no ha pasado nada y que seguimos aquí".

Esto es tan así que a un amigo escritor se le ha ocurrido una curiosa treta para ganar la fama que le escatiman en vida. Me ha dicho muy serio:

-- Mira, en vista de que aquí sólo les ponen calles a los que se mueren, y sólo entonces reconocen sus méritos, estoy por hacer igual que Paesa.

-- ¿Cómo que igual que Paesa?

-- Sí, publicar en el periódico una esquela mortuoria falsa, diciendo que la he palmado, que he sido enterrado en la intimidad por expreso deseo de la familia y que me han dicho misas gregorianas. Una vez publicada la esquela, me tomo unas vacaciones, me quito de enmedio y me voy a una casita de campo que tengo y que nadie sabe dónde está. Entonces, cuando lean la esquela, seguro que en el Ayuntamiento de mi pueblo acuerdan urgentemente dar mi nombre a la calle donde nací. Y entonces, el día de la inauguración de la calle, cojo y me presento allí por sorpresa, para darme en vida el gustazo que me reservan para la muerte. Los que se van a morir de verdad entonces van a ser ellos del susto. O yo, de gusto...

               


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